Basado
en un hecho real
Declinaba
la tarde en los campos manchegos. José Antonio Latur Rivas dio por concluida la
faena. A pesar de ser domingo había estado espigando desde el amanecer en aquel
paraje de las Enternagosas y se encontraba agotado. Había pasado la vida como jornalero,
pero a sus sesenta y seis años no lo contrataba nadie. Sobrevivía cazando
pájaros, recogiendo setas, espárragos, collejas o cualquier otra planta salvaje
y comestible que ofreciera el terreno. Ahora tocaba rebuscar las espigas que
las cuadrillas de segadores dejaron olvidadas en los trigales. Salió con su
borriquilla al despuntar el día y tras un fatigoso bregar bajo la canícula de
julio había conseguido llenar el saco. Los años le pesaban. Apenas aguantaba ya
las duras jornadas de sol a sol, pero debía mantener su casa y pagar las
medicinas que precisaba su mujer. Para
colmo hacía tiempo que su vista le estaba fallando. ¿Hasta cuándo podría
trabajar?. Para los pobres llegar a viejos y no poder ganar el sustento
equivalía a caer en la miseria o darse a la caridad. Mientras rumiaba sus
oscuros pensamientos guardó la hoz y la zoqueta. Recogió la cubilla del agua y
la escusa donde llevó la comida del día. Un tomate, una cebolla, cuatro
sardinas de cuba y un cuarterón de pan habían sido todo su condumio.
Se
echó el capote sobre los hombros y fue en busca del rucio. Aun tardaría más de
una hora en recorrer los casi cuatro kilómetros que le separaban de su humilde
vivienda en la calle de la Tercia. El animal no estaba en el sitio donde lo
dejó. Había conseguido desatarse y ramoneaba por los alrededores. Caminaba
hacia él, campo a través, cuando de pronto el suelo desapareció bajo sus pies y
cayó al vacío. El golpe lo dejó aturdido y contuso. Asustado, logró
incorporarse a duras penas. Sintió su cuerpo dolorido pero no parecía tener
ninguna fractura. Miró a su alrededor y se encontró en el fondo de una noria
abandonada y casi seca, de unas ocho o nueve varas de profundidad, cuyo fango
había amortiguado el impacto. Maldijo su mala suerte, enfadado consigo mismo
por no haber visto aquel agujero.
El
crepúsculo avanzaba anunciando la noche. Acumulando las pocas fuerzas que le
quedaban intentó trepar por las paredes del pozo. Todo resultó inútil. El temor
empezó a invadir su ánimo. Gritó entonces hasta la afonía pidiendo ayuda, pero
nadie respondió. Finalmente asumió su situación, estaba atrapado y solo. Miró
hacia arriba. Era una hermosa noche de verano. El cielo estaba estrellado.
Pensó en su mujer, la pobre se preocuparía al ver que no llegaba. No era hombre
de muchas palabras y cuando salía en busca de alimentos nunca comunicaba dónde
pensaba dirigirse. A veces ni él mismo lo sabía ya que había que improvisar
según las circunstancias. Procuró tranquilizarse. No era la primera vez que
dormía al raso o en cuevas. Debía mantener la calma. Con la llegada del nuevo
día seguro que alguien lo sacaría de allí. Se acurrucó como pudo en el suelo,
sobre el capote, y quedó profundamente dormido vencido por la ansiedad y la
fatiga.
Campo
manchego
Le
despertó el canto de los pájaros. Su mente tardó unos segundos en reaccionar.
Luego se impuso la dura realidad; seguía en el fondo del pozo. Tenía los huesos
entumecidos por la humedad. Estaba sediento y precisaba vaciar la vejiga. Bebió
en uno de los charcos del suelo. Luego volvió a intentarlo, ¡tenía que salir
como fuera!. Clavó las uñas en la pared y comenzó a escalar. Al primer intento
la tierra se desmoronó y cayó de nuevo. Repitió varias veces el esfuerzo con
idéntico resultado. Al fin se dio por vencido. Si no le ayudaban desde el
exterior jamás podría abandonar aquella trampa.
Arañando
el limo con las manos y su pequeña navaja formó una oquedad en el rincón más apartado, tratando de evitar que sus propias micciones se mezclaran con el
agua que debía beber. Poco más podía hacer. Gritó durante unos minutos pidiendo
socorro pero no obtuvo respuesta. Se quedó sentado, muy quieto, aguzando el
oído para que no se le escapara cualquier presencia humana. Sólo percibió el
piar de los gorriones y el zumbido de algún abejorro remolón que sobrevolaba la
zona. Pasaron las horas y llegó la tarde; tras la tarde el ocaso. Nada había
cambiado. Se recostó bajo su capote. Tal vez mañana...
Le
despertó un enorme desconsuelo en el estómago. Disponía de agua, pero carecía
de cualquier alimento. Grito pidiendo ayuda una vez más. El eco se desvaneció
sin respuesta. Pensó que Teresa, su mujer, habría dado la voz de alarma. Sus
vecinos ya estarían buscándolo. Era solo cuestión de tiempo. Calculó que era
martes 30 de julio del año 1889. Decidió amontonar una piedrecita por cada día
que permaneciera atrapado. Ya eran dos. Pasó las horas inmerso en sus
recuerdos. Su niñez sin escuela, la miseria siempre amenazando a los
jornaleros, sobre todo en invierno cuando los temporales impedían realizar
labores agrícolas. Toda una vida de penurias con muy pocos momentos de
felicidad.
¡Que lento pasaba el tiempo!. Las cigarras frotaban sus élitros; el
día debió ser muy caluroso. Allí en las profundidades se estaba fresco. Cayó
por fin la tarde y la oscuridad lo inundó todo.
En la distancia podía escuchar el sonido característico de los grillos.
Intentó dormir pero tardó en hacerlo. Las tripas reclamaban insistentemente
alguna ingesta que no fuera agua.
Paso
muy mala noche. El estómago le martirizaba y sentía espasmos en el vientre. El
agua estancada que consumía le produjo diarrea. Tapó con lodo sus propios
excrementos. No se encontraba nada bien. De pronto escucho un sonido diferente.
Alguien o algo se movía por los alrededores. Hizo oído. ¿Quién anda ahí,
gritó?. Las voces asustaron al intruso que se paró por un momento para alejarse
de allí a toda velocidad. Dedujo que debió ser alguna liebre. De haber caído en
el pozo hubiera podido comerla cruda. Ya apenas podía pensar en otra cosa que
no fuera comer. El hambre, aquella terrible desazón, lo martirizaba. Más,
sabiendo que, a pocos metros, allá arriba, tenía un saco lleno de espigas
rebosantes de sabrosos granos de trigo. Azuzada por la necesidad la mente voló
hacia los sembrados y las huertas donde abundaban los abrísoles, las borrajas,
las verdolagas y tantas otras hierbas comestibles que tan bien conocía. Era
desesperante; podía morir de hambre en mitad de los campos donde germina la
vida. El sol se ocultó de nuevo tras el horizonte. Otro día sin novedad en
aquella prisión. ¿Dónde estaban sus vecinos, sus amigos, su familia? ¿Cuándo
vendrían a sacarlo de allí? Con especial parsimonia colocó otra piedrecita en el
montón.
Abrió
los ojos cuando un rayo de sol incidió en su cara. Se percibió febril, sucio y
con la boca seca. Bebió del charco con ansia intentando apaciguar el punzante
vacío que corroía sus entrañas. Como
algo rutinario oyó piar a los pájaros en celo, “cantar” a las chicharras y el
zureo de algunas palomas torcaces que se aproximaron presintiendo el agua. La
debilidad comenzaba a apoderarse de su cuerpo y el hambre lo martirizaba de
forma inmisericorde. Perdió la calma y lloró con enorme desconsuelo. Permaneció
tumbado dejando pasar las horas. ¿Cómo era posible que no hubiera nadie trabajando cerca? ¿Acaso no habían visto a su animal abandonado? El goteo de
horas, minutos y segundos prosiguió impasible hasta alumbrar una noche tan
negra como su suerte. Incorporó una piedra a su montón y se obligó a dormir
para no sentir la inanición. Tal vez mañana…
Al
quinto día de encierro perdió toda esperanza de que lo rescatasen a tiempo. Tal
vez no lo encontrasen nunca. No había escapatoria. Iba a morir allí, de hambre.
Tal vez sería mejor acelerar las cosas. Disponía de su navaja. ¿Cómo se mata
uno, sin que duela demasiado? ¿Sería mejor cortarse las venas de los brazos o
mejor rebanarse la garganta? Rechazo de inmediato aquella idea. No tenía valor
suficiente para quitarse la vida.
El
hambre le dolía. Era un enemigo tenaz, insistente, demoledor. Se podía hacer
cualquier cosa impelido por el hambre. De pronto se le ocurrió. Cortó con la
navaja unos pedacitos del capote y comenzó a masticarlos y a tragarlos mezclados
con sorbos de agua. La desazón se calmó un poco, lo suficiente para dejarlo
dormir.
Amaneció.
Abrió los ojos sin extrañarse; como si hubiera pasado en el hoyo toda su
existencia. Estuvo todo el día acurrucado, febril, repasando mentalmente
recuerdos de su infancia y adolescencia. Sus juegos de niño truncados a corta
edad para trillar mieses o retirar escombros de las obras con una espuerta más
grande que él. A la escuela fue muy poco. Apenas sabía leer y menos escribir.
No servía para otra cosa que destripar terrones, hacer cavacotes, segar y
podar. Ahora, por la edad, ya no valía para nada. A mediodía se dio otro festín
de lana abatanada. No alimentaba, pero engañaba un poco a la barriga. Al
anochecer hubo tormenta y cayeron unas gotas. Abrió su boca desdentada para
ingerir un poco de agua limpia. Estaba mareado y se desvaneció.
Cuando
recuperó el conocimiento ya estaba entrada la mañana. Su estado físico se
deterioraba por momentos. Una tristeza infinita le invadía. Perdida la
esperanza en los hombres, impotente ante su desgracia, volvió su mirada a Dios.
Él no era creyente. Todo eso de la religión, las misas y los rosarios le
parecían asuntos de curas y beatas ricas. Pero, ¿y si estaba equivocado? ¿y si
ese Creador todopoderoso le estaba contemplando? Intentó recordar aquellas
oraciones que siendo chico les enseñaba el cura en la parroquia: ¡Padre nuestro
que estás…! ¡Señor mío Jesucristo…! ¡Virgen santa, Virgen pura!.... Repitió las
pocas frases que recordaba, suplicó al cielo un poco de ayuda y lloró luego
hasta que sus ojos quedaron secos.
Finalmente
perdió la noción del tiempo y el espacio. Estaba tan débil que apenas podía
moverse. Incluso le costaba respirar. Había aceptado ya la idea de la muerte,
pero le aterraba acabar así, consumido y solo. Abrió los ojos y vio amanecer
el décimo día de su encierro. A lo lejos, junto al agudo graznido de unas
urracas le pareció escuchar balidos de oveja. Creyó que era una alucinación.
Pero no, era en efecto un rebaño y el sonido de cencerros era cada vez más
cercano. Sacando fuerzas de flaqueza
pidió varias veces socorro. De su garganta irritada apenas salió un hilo de
voz. De pronto, un rostro infantil tocado con montera de piel se asomó al
pozo. Era un pastorcillo. Su corazón se
inundó de alegría. ¡Por Dios, ve a pedir ayuda, llevo aquí nueve días y diez
noches sin comer! ¡Por caridad échame un poco de pan! El joven abrió su zurrón
y tomando el pan y el queso que llevaba para el almuerzo los arrojó al fondo. Como si se tratara
de una fiera el jornalero devoró al momento la comida. Conmovido por el estado
de aquel hombre, el zagal corrió como una centella hasta el pueblo y dio parte
a las autoridades. Una hora después llegaba hasta la noria un carruaje transportando un
empleado del juzgado, junto con varios guardias y empleados municipales. Uno de ellos descendió al fondo, ató una soga por
debajo de los brazos del accidentado y por fin, a las nueve de la mañana, consiguieron sacarlo
del abismo. Su estado era horrible. Estaba esquelético y su olor era casi
insoportable. Tendido en el carro recorrió los pocos kilómetros que le
separaban de Manzanares. Durante el trayecto fue contando su terrible
experiencia con voz entrecortada y lágrimas en los ojos a unos funcionarios
atónitos que no daban crédito a su historia. Llevado a la casa de Caridad le
asearon un poco antes de ser visitado por el médico de la Beneficencia. Por
desgracia la ciencia nada podía hacer ya. El caso era irrecuperable, habían
llegado demasiado tarde. José Antonio falleció a las 11,15 horas del 7 de
agosto. Al menos no murió solo, sino rodeado de su desconsolada familia. En el
certificado de defunción el facultativo anotó la hora y la causa de la muerte:
consunción. Aunque todos sabían que la culpa la tuvo la suerte; su mala suerte.
Presentado
al XIV Premio de Relato Corto de Manzanares (año 2015) en el que resultó
ganador el profesor D. Santiago Casero González con el trabajo titulado “El
loco y el escritor”.
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