ARTÍCULOS SOBRE LA HISTORIA DE MANZANARES

31 de octubre de 2015

LA MALA SUERTE


Basado en un hecho real

Declinaba la tarde en los campos manchegos. José Antonio Latur Rivas dio por concluida la faena. A pesar de ser domingo había estado espigando desde el amanecer en aquel paraje de las Enternagosas y se encontraba agotado. Había pasado la vida como jornalero, pero a sus sesenta y seis años no lo contrataba nadie. Sobrevivía cazando pájaros, recogiendo setas, espárragos, collejas o cualquier otra planta salvaje y comestible que ofreciera el terreno. Ahora tocaba rebuscar las espigas que las cuadrillas de segadores dejaron olvidadas en los trigales. Salió con su borriquilla al despuntar el día y tras un fatigoso bregar bajo la canícula de julio había conseguido llenar el saco. Los años le pesaban. Apenas aguantaba ya las duras jornadas de sol a sol, pero debía mantener su casa y pagar las medicinas que precisaba su mujer.  Para colmo hacía tiempo que su vista le estaba fallando. ¿Hasta cuándo podría trabajar?. Para los pobres llegar a viejos y no poder ganar el sustento equivalía a caer en la miseria o darse a la caridad. Mientras rumiaba sus oscuros pensamientos guardó la hoz y la zoqueta. Recogió la cubilla del agua y la escusa donde llevó la comida del día. Un tomate, una cebolla, cuatro sardinas de cuba y un cuarterón de pan habían sido todo su condumio.
Se echó el capote sobre los hombros y fue en busca del rucio. Aun tardaría más de una hora en recorrer los casi cuatro kilómetros que le separaban de su humilde vivienda en la calle de la Tercia. El animal no estaba en el sitio donde lo dejó. Había conseguido desatarse y ramoneaba por los alrededores. Caminaba hacia él, campo a través, cuando de pronto el suelo desapareció bajo sus pies y cayó al vacío. El golpe lo dejó aturdido y contuso. Asustado, logró incorporarse a duras penas. Sintió su cuerpo dolorido pero no parecía tener ninguna fractura. Miró a su alrededor y se encontró en el fondo de una noria abandonada y casi seca, de unas ocho o nueve varas de profundidad, cuyo fango había amortiguado el impacto. Maldijo su mala suerte, enfadado consigo mismo por no haber visto aquel agujero.
El crepúsculo avanzaba anunciando la noche. Acumulando las pocas fuerzas que le quedaban intentó trepar por las paredes del pozo. Todo resultó inútil. El temor empezó a invadir su ánimo. Gritó entonces hasta la afonía pidiendo ayuda, pero nadie respondió. Finalmente asumió su situación, estaba atrapado y solo. Miró hacia arriba. Era una hermosa noche de verano. El cielo estaba estrellado. Pensó en su mujer, la pobre se preocuparía al ver que no llegaba. No era hombre de muchas palabras y cuando salía en busca de alimentos nunca comunicaba dónde pensaba dirigirse. A veces ni él mismo lo sabía ya que había que improvisar según las circunstancias. Procuró tranquilizarse. No era la primera vez que dormía al raso o en cuevas. Debía mantener la calma. Con la llegada del nuevo día seguro que alguien lo sacaría de allí. Se acurrucó como pudo en el suelo, sobre el capote, y quedó profundamente dormido vencido por la ansiedad y la fatiga.
 
Campo manchego
 
Le despertó el canto de los pájaros. Su mente tardó unos segundos en reaccionar. Luego se impuso la dura realidad; seguía en el fondo del pozo. Tenía los huesos entumecidos por la humedad. Estaba sediento y precisaba vaciar la vejiga. Bebió en uno de los charcos del suelo. Luego volvió a intentarlo, ¡tenía que salir como fuera!. Clavó las uñas en la pared y comenzó a escalar. Al primer intento la tierra se desmoronó y cayó de nuevo. Repitió varias veces el esfuerzo con idéntico resultado. Al fin se dio por vencido. Si no le ayudaban desde el exterior jamás podría abandonar aquella trampa.
Arañando el limo con las manos y su pequeña navaja formó una oquedad en el  rincón más apartado, tratando de evitar  que sus propias micciones se mezclaran con el agua que debía beber. Poco más podía hacer. Gritó durante unos minutos pidiendo socorro pero no obtuvo respuesta. Se quedó sentado, muy quieto, aguzando el oído para que no se le escapara cualquier presencia humana. Sólo percibió el piar de los gorriones y el zumbido de algún abejorro remolón que sobrevolaba la zona. Pasaron las horas y llegó la tarde; tras la tarde el ocaso. Nada había cambiado. Se recostó bajo su capote. Tal vez mañana...
Le despertó un enorme desconsuelo en el estómago. Disponía de agua, pero carecía de cualquier alimento. Grito pidiendo ayuda una vez más. El eco se desvaneció sin respuesta. Pensó que Teresa, su mujer, habría dado la voz de alarma. Sus vecinos ya estarían buscándolo. Era solo cuestión de tiempo. Calculó que era martes 30 de julio del año 1889. Decidió amontonar una piedrecita por cada día que permaneciera atrapado. Ya eran dos. Pasó las horas inmerso en sus recuerdos. Su niñez sin escuela, la miseria siempre amenazando a los jornaleros, sobre todo en invierno cuando los temporales impedían realizar labores agrícolas. Toda una vida de penurias con muy pocos momentos de felicidad. 
¡Que lento pasaba el tiempo!. Las cigarras frotaban sus élitros; el día debió ser muy caluroso. Allí en las profundidades se estaba fresco. Cayó por fin la tarde y la oscuridad lo inundó todo.  En la distancia podía escuchar el sonido característico de los grillos. Intentó dormir pero tardó en hacerlo. Las tripas reclamaban insistentemente alguna ingesta que no fuera agua.
Paso muy mala noche. El estómago le martirizaba y sentía espasmos en el vientre. El agua estancada que consumía le produjo diarrea. Tapó con lodo sus propios excrementos. No se encontraba nada bien. De pronto escucho un sonido diferente. Alguien o algo se movía por los alrededores. Hizo oído. ¿Quién anda ahí, gritó?. Las voces asustaron al intruso que se paró por un momento para alejarse de allí a toda velocidad. Dedujo que debió ser alguna liebre. De haber caído en el pozo hubiera podido comerla cruda. Ya apenas podía pensar en otra cosa que no fuera comer. El hambre, aquella terrible desazón, lo martirizaba. Más, sabiendo que, a pocos metros, allá arriba, tenía un saco lleno de espigas rebosantes de sabrosos granos de trigo. Azuzada por la necesidad la mente voló hacia los sembrados y las huertas donde abundaban los abrísoles, las borrajas, las verdolagas y tantas otras hierbas comestibles que tan bien conocía. Era desesperante; podía morir de hambre en mitad de los campos donde germina la vida. El sol se ocultó de nuevo tras el horizonte. Otro día sin novedad en aquella prisión. ¿Dónde estaban sus vecinos, sus amigos, su familia? ¿Cuándo vendrían a sacarlo de allí? Con especial parsimonia colocó otra piedrecita en el montón.
Abrió los ojos cuando un rayo de sol incidió en su cara. Se percibió febril, sucio y con la boca seca. Bebió del charco con ansia intentando apaciguar el punzante vacío que  corroía sus entrañas. Como algo rutinario oyó piar a los pájaros en celo, “cantar” a las chicharras y el zureo de algunas palomas torcaces que se aproximaron presintiendo el agua. La debilidad comenzaba a apoderarse de su cuerpo y el hambre lo martirizaba de forma inmisericorde. Perdió la calma y lloró con enorme desconsuelo. Permaneció tumbado dejando pasar las horas. ¿Cómo era posible que no hubiera nadie trabajando cerca? ¿Acaso no habían visto a su animal abandonado? El goteo de horas, minutos y segundos prosiguió impasible hasta alumbrar una noche tan negra como su suerte. Incorporó una piedra a su montón y se obligó a dormir para no sentir la inanición. Tal vez mañana…
Al quinto día de encierro perdió toda esperanza de que lo rescatasen a tiempo. Tal vez no lo encontrasen nunca. No había escapatoria. Iba a morir allí, de hambre. Tal vez sería mejor acelerar las cosas. Disponía de su navaja. ¿Cómo se mata uno, sin que duela demasiado? ¿Sería mejor cortarse las venas de los brazos o mejor rebanarse la garganta? Rechazo de inmediato aquella idea. No tenía valor suficiente para quitarse la vida.
El hambre le dolía. Era un enemigo tenaz, insistente, demoledor. Se podía hacer cualquier cosa impelido por el hambre. De pronto se le ocurrió. Cortó con la navaja unos pedacitos del capote y comenzó a masticarlos y a tragarlos mezclados con sorbos de agua. La desazón se calmó un poco, lo suficiente para dejarlo dormir.
Amaneció. Abrió los ojos sin extrañarse; como si hubiera pasado en el hoyo toda su existencia. Estuvo todo el día acurrucado, febril, repasando mentalmente recuerdos de su infancia y adolescencia. Sus juegos de niño truncados a corta edad para trillar mieses o retirar escombros de las obras con una espuerta más grande que él. A la escuela fue muy poco. Apenas sabía leer y menos escribir. No servía para otra cosa que destripar terrones, hacer cavacotes, segar y podar. Ahora, por la edad, ya no valía para nada. A mediodía se dio otro festín de lana abatanada. No alimentaba, pero engañaba un poco a la barriga. Al anochecer hubo tormenta y cayeron unas gotas. Abrió su boca desdentada para ingerir un poco de agua limpia. Estaba mareado y se desvaneció.
Cuando recuperó el conocimiento ya estaba entrada la mañana. Su estado físico se deterioraba por momentos. Una tristeza infinita le invadía. Perdida la esperanza en los hombres, impotente ante su desgracia, volvió su mirada a Dios. Él no era creyente. Todo eso de la religión, las misas y los rosarios le parecían asuntos de curas y beatas ricas. Pero, ¿y si estaba equivocado? ¿y si ese Creador todopoderoso le estaba contemplando?  Intentó recordar aquellas oraciones que siendo chico les enseñaba el cura en la parroquia: ¡Padre nuestro que estás…! ¡Señor mío Jesucristo…! ¡Virgen santa, Virgen pura!.... Repitió las pocas frases que recordaba, suplicó al cielo un poco de ayuda y lloró luego hasta que sus ojos quedaron secos.
Finalmente perdió la noción del tiempo y el espacio. Estaba tan débil que apenas podía moverse. Incluso le costaba respirar. Había aceptado ya la idea de la muerte, pero le aterraba acabar así, consumido y solo. Abrió los ojos y vio amanecer el décimo día de su encierro. A lo lejos, junto al agudo graznido de unas urracas le pareció escuchar balidos de oveja. Creyó que era una alucinación. Pero no, era en efecto un rebaño y el sonido de cencerros era cada vez más cercano.  Sacando fuerzas de flaqueza pidió varias veces socorro. De su garganta irritada apenas salió un hilo de voz. De pronto, un rostro infantil tocado con montera de piel se asomó al pozo.  Era un pastorcillo. Su corazón se inundó de alegría. ¡Por Dios, ve a pedir ayuda, llevo aquí nueve días y diez noches sin comer! ¡Por caridad échame un poco de pan! El joven abrió su zurrón y tomando el pan y el queso que llevaba para el almuerzo los arrojó al fondo. Como si se tratara de una fiera el jornalero devoró al momento la comida. Conmovido por el estado de aquel hombre, el zagal corrió como una centella hasta el pueblo y dio parte a las autoridades. Una hora después llegaba hasta la noria un carruaje transportando un empleado del juzgado, junto con varios guardias y empleados municipales. Uno de ellos descendió al fondo, ató una soga por debajo de los brazos del accidentado y por fin, a las nueve de la mañana, consiguieron sacarlo del abismo. Su estado era horrible. Estaba esquelético y su olor era casi insoportable. Tendido en el carro recorrió los pocos kilómetros que le separaban de Manzanares. Durante el trayecto fue contando su terrible experiencia con voz entrecortada y lágrimas en los ojos a unos funcionarios atónitos que no daban crédito a su historia. Llevado a la casa de Caridad le asearon un poco antes de ser visitado por el médico de la Beneficencia. Por desgracia la ciencia nada podía hacer ya. El caso era irrecuperable, habían llegado demasiado tarde. José Antonio falleció a las 11,15 horas del 7 de agosto. Al menos no murió solo, sino rodeado de su desconsolada familia. En el certificado de defunción el facultativo anotó la hora y la causa de la muerte: consunción. Aunque todos sabían que la culpa la tuvo la suerte; su mala suerte.

Presentado al XIV Premio de Relato Corto de Manzanares (año 2015) en el que resultó ganador el profesor D. Santiago Casero González con el trabajo titulado “El loco y el escritor”.

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