Así
se llamó a la quinta formada por los soldados más jóvenes incorporados al
Ejército Popular de la II República
Española durante la guerra civil de 1936 a 1939. En ciertos ámbitos se ha
considerado que fue la quinta del 41; es decir, la integrada por mozos nacidos
en 1920. Sin embargo éstos no fueron los últimos en incorporarse a filas, ya
que en enero de 1939 el gobierno presidido por Juan Negrín movilizó la quinta
del 42, reclutando los varones nacidos en 1921, muchos de los cuales sin haber
cumplido todavía los 18 años. A éstos les corresponde el derecho de llevar esa cariñosa denominación.
El
documento que transcribo a continuación es una carta de cuatro folios,
mecanografiados en tinta roja, fechada el 18 de marzo de 1989. Me la envió
desde su domicilio en Vilassar de Mar (Barcelona) mi buen amigo Juan López
Mira, nacido el 14 de marzo de 1921 en Manzanares y orgulloso de haber
pertenecido a la auténtica “Quinta del biberón”
Se
trata de un documento en el que narra sus vivencias como soldado de la República pocos meses
antes de finalizar la guerra civil; un testimonio directo de una
persona culta que por su fiabilidad merece ser conservado para conocimiento
público.
MEMORIAS DE UN JOVEN RECLUTA DE 1939
En Manzanares, todos los mozos nacidos en el primer trimestre del año 1921 (quinta
del 42) fuimos movilizados por el gobierno de Negrín en enero de 1939. Sin
equipo de ninguna clase y con nuestra variopinta ropa de paisano, con nuestro
plato de aluminio y la bolsa maleta y macuto fuimos llevados como borregos a la Caja de Reclutas de Ciudad
Real.
Recuerdo que dormimos en el cine
Victoria sobre el suelo, que era entarimado de madera, y en el “gallinero” de
dicho teatro. Dos o tres días y nos llevaron a Valdepeñas. Allí estuvimos todo
el mes de enero haciendo instrucción en un patio enorme que creo era un grupo
escolar con dos pisos. Dormíamos en el piso superior. En Valdepeñas comíamos
rancho con carne de burro.
A los quince días nuestros familiares
nos buscaron alojamiento para dormir en casa particular. Junto con dos amigos
íntimos nos hospedamos en una casa humilde de un cabrero que todas las noches,
antes de dormir, nos regalaba sendos vasos de leche caliente.
Dormíamos los tres amigos en una cama
enorme de matrimonio de esas altas antiguas. Lo que más recuerdo son las
alboradas en un enero de Valdepeñas con un frío que pelaba y había que
atravesar toda la ciudad para llegar al cuartel antes de tocar diana.
En los primeros días de febrero nos
subieron a un tren y nos llevaron hacia el frente de Pozoblanco. En un pueblo
antes de llegar, creo recordar fue Villanueva de Córdoba, nos bajaron a las
tantas de la noche y andandito, paso a paso, llegamos a las cercanías de El
Guijo, hasta donde había trece o catorce kilómetros. Llegamos casi al alba,
reventados, cargados con macutos de comida y demás. Nos dieron hachas y sierras
y, a casi dos kilómetros de El Guijo, en un olivar, nos pusimos a cortar ramas
para hacernos, cada uno a su estilo, una especie de cabaña.
Íbamos muchísimos de Manzanares. Sólo
recuerdo a los que componían nuestra cabaña, seis sin contar conmigo y tres
amigos de Aldea del Rey. En la cabaña no nos podíamos poner de pie y cabíamos
los diez tumbados, bien juntitos uno al otro.
Y allí empezó la instrucción para la
guerra. Nos dieron fusiles sin munición y hacíamos una vida campestre con una
actividad física incesante. Yo entonces era en mis ideas bastante naturista y
vegetariano, y aquello era maravilloso, todo el día a pleno sol y pleno aire.
En el mes de febrero y sin nada de calor
- aunque dice el refrán que busca la sombra el perro- nos bañábamos unos
cuantos locos de los siete manzananreños que estábamos juntos allí en un
pequeño arroyo cercano al campamento, donde cada semana lavábamos nuestras ropas.
Gracias a ello no sabíamos lo que eran los piojos que inundaban a todos. Este
detalle de bañarnos nos pudo traer problemas, pues había paisanos que nos
tachaban de “fascistas” y, de haber entrado en combate, nos hubieran
“machacado” por detrás como era costumbre entonces. (De todo esto nos enteramos
mucho tiempo después).
Comíamos estupendamente, pero….
pasábamos un hambre atroz. Nos daban lentejas estofadas con carne de cordero,
que en mi vida habré comido un plato más gustoso. Casi a diario, lo mismo, pero
la cantidad de la ración era insuficiente. Al día un chusco de pan de arroz
que, al darlo por la mañana en el desayuno de café malta con leche, nos lo
engullíamos, de modo que comíamos y cenábamos sin pan. Había naranjas de
postre, y vino. Y a veces hasta coñac. Yo era abstemio total por aquellos días
y los buenos amigos se llevaban mi ración. Nos daban jabón y tabaco, y este
último servía para cambiar por comida.
No podíamos salir del olivar donde
estábamos ni de la era donde hacíamos gimnasia o ejercicios militares.
Juan López Mira |
La gimnasia era estupenda al salir el
sol y luego los ejercicios militares eran agotadores pero los llevábamos con un
alto espíritu. Los despliegues en guerrilla y las tomas por asalto o cuerpo a
tierra de lomas lejanas eran una auténtica preparación para la guerra que
teníamos a catorce kilómetros, en el frente de Pozoblanco, donde, a primeros de
abril, íbamos a entrar en combate.
Nuestra moral era alta, a base del
engaño que sufríamos de continuo. Nuestra unidad nos mandaba cada dos o tres
días un periódico ligero, pero impreso, donde nos hacían ver que la guerra se
estaba acabando con nuestra victoria sobre el enemigo invasor formado por
moros, italianos y alemanes que querían apoderarse de nuestra España junto con
traidores españoles. Esto nos hacía creer y nos sentíamos orgullosos de ser
soldados del ejército de la
República legal.
Nuestros jefes eran curiosísimos. En
días alternos, por las tardes, teníamos clases de teórica. Un día era un
teniente de la CNT,
un tipo patibulario con un pistolón al cinto, que lanzaba un papel de fumar al
aire y disparaba sobre él, diciendo que la vida de cualquiera de nosotros valía
menos que un papel de fumar. Nos sentaba en el campo, en fila de tres y en
corro, con él en el centro, y nos acojonaba de verdad. Éramos más de
trescientos.
Pero a otro día era un capitán vestido
de uniforme; todo un caballero. Nos trataba como hijos suyos. Casi ninguno
había cumplido los 18 años (yo los cumplí el 14 de marzo). Nos daba consejos
morales (no religiosos). Nos hablaba de lo que era la limpieza del soldado, la
disciplina, el honor militar, el servicio a la Patria o el cuidado de la
ropa (no teníamos ropa militar ninguno de nosotros). En una palabra, era el
complemento del día anterior que nos hacía vivir ilusionados, felices y
esperanzados.
A pesar de todos los pesares, yo
recuerdo todo aquello con gozo. No olvidaré jamás que yo, en mi macuto, llevaba
libros. Algunos comprados en Valdepeñas ya que nos sobraba el dinero que no
sabíamos en qué gastar. Y tenía conmigo el Algebra y la Trigonometría de mi
casi recién terminado bachiller, y en los ratos de ocio hacía problemas sobre
ecuaciones o sobre las funciones trigonométricas que siempre me apasionaron. Y
llevaba también la Historia Natural,
pues las plantas y, sobre todo, los minerales me encantaban. Cogimos un montón
de minerales aquellos días, sobre todo galena argentífera, pues aquello es zona
minera. Y con un amigo que era agricultor salíamos a coger verdolagas y
cardillos por los alrededores, que hacían nuestra delicia para matar un hambre
que era terrible.
Mi moral se mantenía, además, porque me
escribía con una especie de madrina de guerra; no era novia, nos hicimos amigos
tres días antes de irnos a la mili y jamás olvidaré que aquella criatura de
Dios, que estaba refugiada en nuestro pueblo, me decía que rezaba al Señor por
mí. Yo, que era más bien indiferente
religioso, pero sin olvidar nunca mis principios cristianos, me sentía lleno de
gozo y de valor.
En el mes de marzo nos llevaron a los
alrededores de El Guijo, no al pueblo, e hicimos el acto de jura de bandera que
jamás olvidaré. En pleno campo levantaron una especie de tribuna para las
jerarquías, creo que fue un coronel, y todos desfilamos ante la bandera
tricolor jurando defenderla y quererla. Fue un acto muy emotivo que yo recuerdo
con especial afecto, quizá porque en mi adolescencia empezaba a sentirme
responsable de mis actos. Era la
Base de Instrucción de la 51 División. Base 3ª C.C. nº 8, 5ª
compañía.
A unos dos kilómetros de nuestro
campamento estaba la “quinta del saco”, la de los más viejos. Muchos de ellos
padres de algunos de nosotros. Allí sí que íbamos a verlos. Había también
muchos de Manzanares. Todo esto fue antes del 19 de marzo que es fecha
inolvidable. La noche anterior, en la cabaña donde pernoctaba el corneta con
otro, cometieron la imprudencia de encender fuego (nos estaba totalmente
prohibido para evitar la localización por parte de la aviación). Se durmieron,
no lo apagaron bien, se levantó viento y empezaron a arder seis o siete cabañas
del campamento. La corneta se quemó y hubo follón gordo, aumentado por un
temporal de agua y viento que nos dejó prácticamente desarbolados. Es
inolvidable el agua, empapando las mantas de nuestros “dormitorios” y todo el
techo destruido. Nos fuimos a dormir aquella noche a unas cochineras que había
cerca, donde se pasaba a gatas. Eran de obra y bien techadas así que dormimos
como reyes, pero a otro día las garrapatas hicieron mella y estuvimos cubiertos
de granos rojos un par de días. A los piojos no los veíamos, pero la sarna
empezó a hacer de las suyas…
Sería entre el 24 o 25, no sé cierto,
del mes de marzo de 1939, cuando de madrugada nos despertaron los cañonazos y
las bombas aéreas del frente de Pozoblanco. Desde una loma veíamos lo horrísono
del bombardeo. Nos dieron rancho frío por la mañana para todo el día. Una carne
de lata rusa riquísima.
A media mañana vimos, por el camino
cercano, a los soldados de nuestro ejército dar marcha atrás sin jefes, sin
orden y sin concierto. Nosotros teníamos pavor de verdad por el confusionismo.
A media tarde los jefes se vieron negros para concentrarnos en la explanada. De
teniente para arriba desaparecieron todos. Los brigadas, sargentos y cabos se
quitaron sus emblemas y galones. Nos formaron en fila de tres y emprendimos camino de retirada hacia las
montañas. Al ponerse el sol, y desaparecidos los superiores, trescientos
chavales nos encontramos en un lugar desconocido y sin saber dónde ir.
Yo tenía una brujulita pequeña que me
fabriqué hacía años en el taller de mis padres (la Física fue siempre mi
pasión y lo sigue siendo). Nos juntamos los siete paisanos que formábamos piña
y guiados por mí brújula fuimos camino de Conquista, localidad que divisamos al
amanecer. Pasamos por Horcajo con los moros pisándonos los talones. En un tren
de mercancías llegamos a Puertollano después de andar dos días casi sin comer.
Allí pudimos abordar otro “mercancías” que, al alborear del tercer día, nos
hacía llegar a nuestro ansiado Manzanares. Jamás olvidaré la estampa de mi madre,
que estaba en la escuela del Teatro donde ejercía como maestra, cuando al
mirarme no me conocía. Yo estaba muy moreno y con un casco checo de acero en la
cabeza. Lo había cambiado por una pastilla de chocolate a un soldado de la
quinta del 41 que tenía más hambre que yo (aún conservo ese casco presidiendo
mi mesa de trabajo).
En el corral de casa, benditas casas de
nuestro pueblo con corral, hirvió mi madre la ropa cuajada de piojos y comencé
a curarme el sarnazo con pomada de azufre.
Dos días después las fuerzas de Franco
tomaban nuestro pueblo. No fui a los campos de concentración por puro milagro y
por las oraciones de aquella bendita muchacha. Luego supe que me quería con
locura, mientras que yo sólo le brindaba amistad…. y mucha gratitud. Ella resultó
ser hermana de falangistas camuflados en nuestro pueblo, y a ella debo que mi
padre no fuera fusilado cuando lo sentenciaron a pena de muerte.
Juan
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