La vida y “milagros” de la monja conocida como Sor Patrocinio coinciden
con uno de los periodos más oscuros de la historia de España. A la muerte de
Fernando VII, su alegre viuda, María Cristina de Borbón (1), se vio obligada a
apoyarse en los liberales, perseguidos hasta entonces sin piedad por su difunto
esposo, para sostener en el trono a su hija Isabel frente a las aspiraciones de
su cuñado. Carlos de Borbón, por considerarse con mayores derechos dinásticos, pretendía
arrebatar el trono a su sobrina y con ese objeto promovió una terrible guerra
en la que contaba con el apoyo incondicional de los sectores más reaccionarios
de la Iglesia
Católica.
María Josefa Dolores de Quiroga y Capopardo nació el día 27 de abril de
1811 en la alquería llamada Venta del Pinar, cercana a la villa de San Clemente en la provincia de Cuenca. Tuvo por padres a don Diego de Quiroga de la Torre, contador de rentas reales en Chinchilla, y a doña Dolores Capopardo del
Castillo. (2) Tratando de evitar que los fondos públicos custodiados por el
padre cayeran en manos de los franceses, el matrimonio se trasladó a la casa
solariega que doña Dolores tenía en la villa conquense donde alumbró a su hija.
Finalizada la guerra de independencia don Diego recuperó su puesto como funcionario real y regresaron todos a Chinchilla. A pesar del oscuro horizonte político que atravesaba el país, durante unos años vivieron felices colmando su dicha con el nacimiento de otros dos hijos. No podían imaginar que la desgracia se cebaría con la familia de forma tan cruel como injusta. Al iniciarse la década ominosa, el padre sufrió, como tantos otros patriotas, las consecuencias de su posicionamiento en favor de la causa constitucional. Perseguido con saña por el régimen absolutista perdió el empleo, sus bienes fueron confiscados y se le sometió a la más humillante marginación social. Según palabras de su esposa, don Diego falleció en 1825 víctima de las más negras persecuciones a causa de sus ideas liberales. (3) La viuda y sus cinco hijos, tres varones y dos mujeres, quedaron abandonados a su suerte. La agobiante penuria económica aconsejó un traslado a Madrid buscando el amparo de otros miembros de la familia. Pronto se hizo necesario buscar acomodo a los dos hijos mayores procurándoles un porvenir acorde con su hidalguía y antigua posición social. La mejor solución en estos casos era ingresar en el ejército. En efecto, los dos hermanos mayores se incorporaron a la milicia y ambos murieron heroicamente en combate contra los carlistas defendiendo las mismas ideas liberales que profesara su padre. Por consejo de su abuela y tía, Lolita, la hija mayor, ingresó como sirvienta particular de la marquesa de Santa Coloma retirada en el convento de las Comendadoras de Santiago. La madre desaprobó tal decisión y se resistió cuanto pudo, pero no estaba en condiciones de imponer su voluntad. A partir de aquel momento la niña se desarrolló en un ambiente de furor absolutista donde se respiraba un auténtico horror al “infernal liberalismo” y un odio visceral a los considerados enemigos del trono y de la fe. La influencia de su director espiritual, un capellán de las Salesas llamado Joaquín Martín Serrano, consiguió apartarla de su madre y trastornó la frágil voluntad de aquella niña haciéndola caer en una especie de fiebre mística que desembocaría en un ferviente deseo de convertirse en monja. (4)
Finalizada la guerra de independencia don Diego recuperó su puesto como funcionario real y regresaron todos a Chinchilla. A pesar del oscuro horizonte político que atravesaba el país, durante unos años vivieron felices colmando su dicha con el nacimiento de otros dos hijos. No podían imaginar que la desgracia se cebaría con la familia de forma tan cruel como injusta. Al iniciarse la década ominosa, el padre sufrió, como tantos otros patriotas, las consecuencias de su posicionamiento en favor de la causa constitucional. Perseguido con saña por el régimen absolutista perdió el empleo, sus bienes fueron confiscados y se le sometió a la más humillante marginación social. Según palabras de su esposa, don Diego falleció en 1825 víctima de las más negras persecuciones a causa de sus ideas liberales. (3) La viuda y sus cinco hijos, tres varones y dos mujeres, quedaron abandonados a su suerte. La agobiante penuria económica aconsejó un traslado a Madrid buscando el amparo de otros miembros de la familia. Pronto se hizo necesario buscar acomodo a los dos hijos mayores procurándoles un porvenir acorde con su hidalguía y antigua posición social. La mejor solución en estos casos era ingresar en el ejército. En efecto, los dos hermanos mayores se incorporaron a la milicia y ambos murieron heroicamente en combate contra los carlistas defendiendo las mismas ideas liberales que profesara su padre. Por consejo de su abuela y tía, Lolita, la hija mayor, ingresó como sirvienta particular de la marquesa de Santa Coloma retirada en el convento de las Comendadoras de Santiago. La madre desaprobó tal decisión y se resistió cuanto pudo, pero no estaba en condiciones de imponer su voluntad. A partir de aquel momento la niña se desarrolló en un ambiente de furor absolutista donde se respiraba un auténtico horror al “infernal liberalismo” y un odio visceral a los considerados enemigos del trono y de la fe. La influencia de su director espiritual, un capellán de las Salesas llamado Joaquín Martín Serrano, consiguió apartarla de su madre y trastornó la frágil voluntad de aquella niña haciéndola caer en una especie de fiebre mística que desembocaría en un ferviente deseo de convertirse en monja. (4)
Amadrinada por la duquesa de Benavente, a los quince años ingresaba
Dolores como educanda en el Convento de Jesús, María y José del Caballero de
Gracia, perteneciente a la Orden
de la
Inmaculada Concepción. La comunidad de carmelitas de clausura tenía
claras simpatías por el infante don Carlos y era frecuentado por absolutistas y frailes
adictos a la facción. En aquel ambiente radicalmente opuesto a las ideas de
sus padres y hermanos tomaba los votos perpetuos el 20 de enero de 1830 con el
nombre de Sor María Rafaela de los Dolores y Patrocinio.
Sor Patrocinio |
A los pocos meses, las religiosas del convento comenzaron a extender por
Madrid el rumor de presuntos sucesos extraordinarios que tenían como protagonista
a la joven sor Patrocinio. Se propagó la fábula de que la monja había sido
arrebatada por Lucifer de los claustros del convento haciéndola sobrevolar los
cielos de la corte desde Aranjuez al puerto de Guadarrama. Luego se divulgó que
la joven religiosa, a la que ya se anunciaba abiertamente como santa, permanecía
largo tiempo en éxtasis y que se le habían abierto en manos y pies, costado
izquierdo, e incluso en la frente, estigmas de carácter sobrenatural a
imitación de las heridas inferidas a Jesucristo en su calvario. Como estaba
previsto, aquellas fantásticas noticias y la exhibición controlada de las llagas atrajeron hacia el convento la atención de las gentes, multiplicándose las
limosnas. Algunas beatas llegaban a ofrecer sustanciosos donativos a cambio de conseguir vendas y guantes ensangrentados al considerarlos auténticas reliquias de aquella santa a
quien ya se atribuían hasta milagros.
Doña Dolores Capopardo trató de librar a su hija de los excesos que estaban ocurriendo en el convento. En una de las biografías de sor Patrocinio se indica que la madre lloraba amargamente por lo mucho que hacían sufrir a la religiosa adolescente provocándole aquellas dolorosas llagas. (5) Fracasadas sus intervenciones ante la abadesa y el vicario, doña Dolores decidió denunciar los hechos a la policía, manifestando que tales maniobras pretendían únicamente sacar dinero y ayudar a la causa del Pretendiente.
Doña Dolores Capopardo trató de librar a su hija de los excesos que estaban ocurriendo en el convento. En una de las biografías de sor Patrocinio se indica que la madre lloraba amargamente por lo mucho que hacían sufrir a la religiosa adolescente provocándole aquellas dolorosas llagas. (5) Fracasadas sus intervenciones ante la abadesa y el vicario, doña Dolores decidió denunciar los hechos a la policía, manifestando que tales maniobras pretendían únicamente sacar dinero y ayudar a la causa del Pretendiente.
Por aquel tiempo las circunstancias políticas habían cambiado
radicalmente. El gobierno liberal-progresista, presidido por Juan Álvarez de Mendizábal, tomó muy en serio la denuncia de la desconsolada madre e impulsó una
investigación judicial sobre el extraño caso de la monja llagada decidido a cortar
de raíz aquella oleada de superchería que podía favorecer la causa del carlismo.
Por Real Orden de 6 de noviembre de 1836 se ordenó a don Modesto Cortazar, juez de primera instancia de la capital, la apertura de diligencias informativas sobre el asunto, considerado por el gobierno como una impostura artificiosa y fanática que pretendía favorecer la causa del príncipe rebelde. En la misma orden se recomendaba tratar a sor Patrocinio con la máxima consideración al entender que la religiosa había sido manipulada por otras personas de su comunidad abusando de su inocencia, en especial la madre priora y el propio vicario.
Tratando de averiguar la verdad, el juez tomó declaración a su director espiritual y a todas las monjas del convento sin obtener ningún resultado positivo. Para efectuar un reconocimiento médico exhaustivo, libre de influencias perniciosas, se intentó trasladar a la religiosa a un hospital, extremo al que se negó la abadesa pretextando que no lo permitía el voto de clausura. Únicamente permitió el traslado de sor patrocinio a la enfermería del convento bajo los cuidados de su madre y hermana. Paralelamente las autoridades nombraron a los doctores D. Mateo Seoane, D. Diego de Argumosa y D. Maximiliano González para reconocer las heridas, procurar su curación y emitir un informe científico colegiado.
No pareciendo suficientes al gobierno tales cautelas, el 8 de noviembre se emitió otra Real Orden determinando se sacase a sor Patrocinio del convento y se la trasladase a casa de su madre, u otra honesta y decente. La nueva residencia estaba ubicada en calle Almudena 119 y pertenecía a doña Manuela Peironet. En el retiro la acompañaron su madre y su hermana menor, Ramona Quiroga. Para atender el auxilio espiritual se buscó a un eclesiástico ilustrado y prudente mientras el equipo facultativo trataba de curar las heridas y restablecer su salud.
Por Real Orden de 6 de noviembre de 1836 se ordenó a don Modesto Cortazar, juez de primera instancia de la capital, la apertura de diligencias informativas sobre el asunto, considerado por el gobierno como una impostura artificiosa y fanática que pretendía favorecer la causa del príncipe rebelde. En la misma orden se recomendaba tratar a sor Patrocinio con la máxima consideración al entender que la religiosa había sido manipulada por otras personas de su comunidad abusando de su inocencia, en especial la madre priora y el propio vicario.
Tratando de averiguar la verdad, el juez tomó declaración a su director espiritual y a todas las monjas del convento sin obtener ningún resultado positivo. Para efectuar un reconocimiento médico exhaustivo, libre de influencias perniciosas, se intentó trasladar a la religiosa a un hospital, extremo al que se negó la abadesa pretextando que no lo permitía el voto de clausura. Únicamente permitió el traslado de sor patrocinio a la enfermería del convento bajo los cuidados de su madre y hermana. Paralelamente las autoridades nombraron a los doctores D. Mateo Seoane, D. Diego de Argumosa y D. Maximiliano González para reconocer las heridas, procurar su curación y emitir un informe científico colegiado.
No pareciendo suficientes al gobierno tales cautelas, el 8 de noviembre se emitió otra Real Orden determinando se sacase a sor Patrocinio del convento y se la trasladase a casa de su madre, u otra honesta y decente. La nueva residencia estaba ubicada en calle Almudena 119 y pertenecía a doña Manuela Peironet. En el retiro la acompañaron su madre y su hermana menor, Ramona Quiroga. Para atender el auxilio espiritual se buscó a un eclesiástico ilustrado y prudente mientras el equipo facultativo trataba de curar las heridas y restablecer su salud.
Los médicos y cirujanos mencionados efectuaron una inspección rigurosa
de las llagas, atribuyendo las úlceras a la aplicación de alguna
sustancia cáustica. Estimaron aquellas heridas como fácilmente curables en el
plazo aproximado de un mes y procedieron a su tratamiento. (6)
La superiora exigió la devolución de sor Patrocinio al convento donde sería convenientemente tratada por los médicos que la comunidad señalase, extremos que fueron denegados por las autoridades.
Bajo una vigilancia adecuada los remedios aplicados por los doctores no tardaron en hacer efecto. El 17 de diciembre todas las heridas y llagas estaban curadas. La farsa se había descubierto.
La superiora exigió la devolución de sor Patrocinio al convento donde sería convenientemente tratada por los médicos que la comunidad señalase, extremos que fueron denegados por las autoridades.
Bajo una vigilancia adecuada los remedios aplicados por los doctores no tardaron en hacer efecto. El 17 de diciembre todas las heridas y llagas estaban curadas. La farsa se había descubierto.
El 7 de febrero el juez tomó nueva
declaración a sor Patrocinio. La monja acabó confesando que un
religioso capuchino del Prado, el padre Fermín Alcaraz, se entrevistó con ella en el
locutorio y la exhortó a hacer penitencia. Le entregó una bolsita donde, según le dijo, conservaba una reliquia que
aplicada a cualquier parte del cuerpo causaba una llaga que debía mantenerse
abierta para mortificarse. Soportar los dolores y ofrecerlos a Dios serviría como penitencia de las culpas cometidas y que pudiera cometer. Le mandó aplicarse el contenido a las palmas de las manos y al dorso de ellas, a las
plantas y parte superior de los pies, en el costado izquierdo y alrededor de
la cabeza en forma de corona. Le encargó muy estrechamente, bajo voto de obediencia
y las más terribles penas en el otro mundo, que jamás manifestase a nadie cómo habían aparecido las heridas y que si la preguntaban debía decir que sobrenaturalmente
se había hallado en ellas. Tras realizar la declaración y manifestar su arrepentimiento se acogió a la clemencia de la reina.
Estaba claro que, más o menos atemorizada por las amenazas del
capuchino, sor Patrocinio se había prestado al juego de la simulación, logrando
engañar a algunas de sus hermanas, a muchas personas piadosas e incluso al médico de la comunidad, don Manuel Bonafox, que al no lograr la curación de aquellas llagas
llegó a creer en su naturaleza sobrenatural. No podía imaginar que al quedar
sola en su celda la religiosa volvía a aplicarse la materia cáustica que las
provocaba, anulando los tratamientos del facultativo. (7)
Clematis Vitalba |
Ante la evidencia y la confesión de la inculpada, el abogado defensor,
licenciado don Juan Manuel González Acevedo, reconoció que la burda patraña urdida por el cura y la abadesa estaba dirigida a engañar la piadosa credulidad
de algunos fieles, más celosos y exaltados que prudentes, y que a la sombra de
la religión se quería medrar y asegurar un manantial de riquezas para el convento. Para exculpar a su cliente basó la argumentación exculpatoria en el terrible voto de obediencia que no admite excepciones ni excusas
de ninguna clase, viéndose obligada sor Patrocinio a seguir ciegamente cuanto le aconsejaba su director
espiritual si quería alcanzar la salvación eterna.
La sentencia, dada el 25 de noviembre de 1836 por don Juan García Becerra, magistrado honorario de la Audiencia Territorial de Madrid, consideraba que sor Patrocino se prestó a la impostura y artificio de la impresión de las llagas que había sufrido, cuyo origen natural se había intentado atribuir a milagro del Altísimo. Afirmaba que no debía servir de total excusa la seducción y violencia moral a que atribuía su consentimiento. Como resultado del proceso, la única pena para la monja falsaria fue el destierro a otro convento lejos de Madrid. La priora y vicaria del convento de San José fueron trasladadas a otros conventos fuera de la Corte con prohibición de volver a ejercer cargo alguno. Al confesor de la comunidad, fray Andrés Rivas, se le impidió continuar en el cargo. En cuanto al padre Fermín Alcaraz se dieron instrucciones para su busca y captura, si bien resultaron infructuosas por haber huido a Roma. Se le siguió proceso en rebeldía.
La sentencia, dada el 25 de noviembre de 1836 por don Juan García Becerra, magistrado honorario de la Audiencia Territorial de Madrid, consideraba que sor Patrocino se prestó a la impostura y artificio de la impresión de las llagas que había sufrido, cuyo origen natural se había intentado atribuir a milagro del Altísimo. Afirmaba que no debía servir de total excusa la seducción y violencia moral a que atribuía su consentimiento. Como resultado del proceso, la única pena para la monja falsaria fue el destierro a otro convento lejos de Madrid. La priora y vicaria del convento de San José fueron trasladadas a otros conventos fuera de la Corte con prohibición de volver a ejercer cargo alguno. Al confesor de la comunidad, fray Andrés Rivas, se le impidió continuar en el cargo. En cuanto al padre Fermín Alcaraz se dieron instrucciones para su busca y captura, si bien resultaron infructuosas por haber huido a Roma. Se le siguió proceso en rebeldía.
FUENTES
1.-
A los dos meses de quedar viuda ya tenía como amante a Fernando Muñoz, joven
capitán de su guardia, del que pronto se quedó embarazada. Más tarde celebraría
en secreto matrimonio morganático.
2.-
Don Diego de Quiroga de la Torre era un hidalgo natural de San Vicente de Deade,
provincia de Lugo. Hijo de D. Fernando Quiroga Losada, regidor de la villa de Noya
por el partido noble, y de doña Manuela de la Torre Valcárcel.
3.-
JARNÉS, Benjamín: Sor Patrocinio, la monja de las llagas. Colección Austral de
Espasa Calpe. Madrid 1971.
4.-
GONZÁLEZ, Arturo y DIÉGUEZ, Miguel. Sor Patrocinio. Editora Nacional. Madrid.
1981.
5.-
GONZÁLEZ, Arturo y DIÉGUEZ, Miguel. Sor Patrocinio. Editora Nacional. Madrid.
1981.
6.-
Causa formada contra Doña María de los Dolores Quiroga, o sea Sor María Rafaela
del Patrocinio, para averiguar el origen y procedencia de las llagas. Publicada
en 1837 por la Imprenta de la Compañía Tipográfica. Calle Diego de León.
Madrid.
7.-
Según las informaciones recogidas por Benito Pérez Galdós a Domiciana, una
monja exclaustrada del convento, las llagas se provocaban aplicando un
preparado a base de hierba pordiosera (Clematis vitalba), planta ranunculácea
cuyas hojas frescas tienen sobre la piel un efecto rubefaciente y vesicante
aprovechado por los mendigos de la Edad Media para mancillarse el cuerpo hasta
provocarse llagas con el objeto de lograr la conmiseración de los fieles a la
puerta de las iglesias.
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