PRONUNCIADA EL 29 DE MAYO DE 1992
EN EL CENTRO SOCIAL POLIVALENTE DE LA CALLE EMPEDRADA CON MOTIVO DEL 4º
ENCUENTRO DE PARTICIPACIÓN DE LA TERCERA EDAD DE CASTILLA LA MANCHA
Estimados
amigos y paisanos, muy buenas tardes.
Cuando
recibí la amable invitación de Pilar Serrano, directora de este Centro Social,
para dirigir unas palabras a un auditorio formado por hombres y mujeres
millonarios en canas y experiencias, me produjo cierta inquietud pensar qué
tema podría elegir para despertar vuestra atención; qué cosas podría yo
contaros que no supieseis ya. De pronto se encendió una lucecita en mi cerebro
y me di cuenta que vosotros formáis parte de esa sufrida generación de 1936;
que sois los jóvenes y los niños de la guerra, época que he tenido que estudiar
a fondo para poder escribir el libro que he publicado recientemente. Tal
circunstancia podía constituir un buen argumento y, teniendo en cuenta que
recordar es como vivir dos veces, decidí hacer un poco de lazarillo para
acompañaros por las veredas del tiempo, haciendo un viaje imaginario y fugaz
desde los olvidados días de vuestra infancia hasta el presente.
El
denominador común de todos los que hoy han tenido la gentileza de venir a
escucharme es precisamente el de los muchos años que tienen ya vividos, y de
ahí el nombre con el que he titulado esta pequeña charla.
Remontémonos
pues a aquel Manzanares de los años 1920 o 1930 y nos encontraremos en un árido
pueblo de la Mancha, en una zona deprimida de un país pobre y atrasado. La
mayoría de los manzanareños eran hombres y mujeres sencillos, honrados, llanos
como el terruño que pisaban; de esos que don Antonio Machado cita en sus versos
cuando escribe:
Donde hay vino, beben vino,
donde no hay vino, agua
fresca.
Son buenas gentes que viven,
laboran, pasan y sueñan,
y en día como tantos
descansan bajo la tierra.
Sí,
buenas gentes, como vuestro padre y vuestra madre, que seguramente os parió en
una casa de habitaciones húmedas y frías, pues entonces no acudía la gente al
hospital para esos menesteres de orden natural. Con la luz primera recibisteis
la impronta de esta tierra llana y reseca. Un influjo que queda grabado a fuego
de por vida, adormecido en nuestro interior mientras estamos cerca de la patria
chica, pero que aflora cual desbordado torrente de fuerza inusitada cuando por
alguna razón tenemos que vivir lejos de nuestras raíces.
Todos
vosotros sois hijos de una misma época, de un mismo entorno geográfico y de
unas circunstancias parecidas. Seguramente todos hicisteis las mismas
travesuras de chiquillos; quién no tiró piedras a los gatos o espantó a las
gallinas que picoteaban plácidamente por los corralones de aquellas casonas
grandes de vecinos; esas que ahora desaparecen rápidamente para ser sustituidas
por inmensos bloques de pisos.
La
vida entonces, siendo difícil, resultaba menos complicada. Los patios de
vecindad fomentaban las relaciones de camaradería entre los niños de la misma
edad; y también las peleas, que en esos tramos de la vida amor y odio son
pasiones que se suceden indistintamente con gran facilidad.
La
calle se convertía en el parque infantil por excelencia donde concurría un
sinnúmero de mocosos y mocosas con babero para compartir el trompo, el cirio
(cirrio), las canicas, la pelota, el truco o las muñecas de trapo con la
seguridad de que apenas serían molestados por el paso de algún que otro carro o
galera atestada de paja.
Sin
embargo, a partir de cierta edad, la mejor diversión la ofrecía la propia
Naturaleza. Explorar los alrededores del pueblo constituía una auténtica
aventura. Se podía elegir entre acercarse a la vía del ferrocarril para ver
resoplar aquellas bestias negras que lanzaban bocanadas de humo y herían el
aire con sus pitos mientras arrastraban incontables vagones de madera, o buscar
nidos, robar higos en las huertas cercanas o zambullirse en los recodos del
Azuer para aliviar los calores del estío. Y de vuelta intentar capturar alguna
rana perezosa que, desprevenida, tomaba el sol en la ribera. Años dorados de la
infancia marcados también por la asistencia a la escuela. ¿Fue tal vez la de
San Juan, la del Toledillo, la del Teatro o la del Corral de Concejo? ¿Quién no
recuerda a su primer maestro … y a su palmeta?
Esos
recuerdos infantiles tal vez coincidan con los de don Antonio Machado cuando describe
su clase.
Una
tarde parda y fría
de
invierno, los colegiales
estudian.
Monotonía
de
lluvia tras los cristales.
Es
la clase. En un cartel
se
representa a Caín
fugitivo.
Y muerto Abel
sobre
una mancha carmín.
Con
timbre sonoro y hueco
truena
el maestro, un anciano
mal
vestido, enjuto y seco,
que
lleva un libro en la mano.
Y
todo un coro infantil
va
cantando la lección:
“mil
veces ciento, cien mil;
mil
veces mil, un millón.”
Una
tarde parda y fría
de
invierno. Los colegiales
estudian.
Monotonía
de
lluvia tras los cristales.
Pero
la vida era muy dura para los pobres. Los hijos de los trabajadores no
aspiraban a ser más que eso: trabajadores manuales como lo habían sido sus
abuelos y como lo eran sus padres. Con saber leer y las cuatro reglas se
conformaban los más exigentes. No obstante, la mayor parte de las veces fue la
necesidad la que os separó muy pronto de la escuela para una incorporación
precoz al mundo del trabajo. Si contásemos con los dedos los años de
permanencia en centros de enseñanza, a casi todos os bastaría con una mano. En
cuanto podían, las niñas ayudaban a sus madres en las faenas domésticas. Poco
más tarde salían a trabajar los campos o a servir casas ajenas. Los niños,
apenas cumplían diez años, se colocaban como aprendices, motriles, regadores o
pastorcillos. Cualquier cosa era buena para contribuir, aunque fuera
mínimamente, a la siempre precaria economía familiar.
Aquella
sociedad rural y primaria exigía su contribución de sangre joven y tal vez para
muchos de ustedes tengan especial sentido los versos de aquel gran poeta que
fue Miguel Hernández, sobre un niño que desde muy temprana edad sufría las
fatigas de un trabajo embrutecedor. Se titula “El niño yuntero”.
Carne de yugo ha nacido
más humillado que bello,
con el cuello perseguido
por el yugo para el
cuello.
Nace, como la herramienta
a los golpes destinado
de una tierra descontenta
y un insatisfecho arado.
Entre estiércol puro y
vivo
de vacas, trae a la vida
un alma color de olivo
vieja ya y encanecida.
Empieza a vivir y empieza
a morir de punta a punta
levantando la corteza
de su madre con la yunta.
Empieza a sentir, y
siente
la vida como una guerra,
y a dar fatigosamente
con los huesos de la
tierra.
Contar sus años no sabe,
y ya sabe que el sudor
es una corona grave
de sal para el labrador.
Trabaja, y mientras
trabaja
masculinamente serio,
se unge de lluvia y se
alhaja
de carne de cementerio.
A fuerza de golpes,
fuerte,
a fuerza de sol, bruñido,
con una ambición de
muerte
despedaza un pan reñido.
Cada nuevo día es
más raíz, menos criatura,
que escucha bajo sus pies
la voz de la sepultura.
Y como raíz se hunde
en la tierra lentamente
para que la tierra inunde
de paz y panes su frente.
Me duele ese niño
hambriento
como una grandiosa
espina,
y su vivir ceniciento
revuelve mi alma de
encina.
Lo veo arar los rastrojos
y devorar un mendrugo,
y declarar con los ojos
que por qué es carne de
yugo.
Me da su arado en el
pecho
y su vida en la garganta,
y sufro viendo el
barbecho
tan grande bajo su planta.
¿Quién salvará a este
chiquillo
menor que un grano de avena?
¿De dónde saldrá el
martillo
verdugo de esta cadena?
Que salga del corazón
de los hombres
jornaleros,
que antes de ser hombres
son
y han sido niños
yunteros.
Aunque
seguramente erais demasiado jóvenes para ser conscientes de los avatares
políticos de aquellos años, si que escuchabais los comentarios de las gentes.
El rey se había marchado del país y alguien tarareaba el estribillo ¡La
República ha venido; nadie sabe cómo ha sido!.
El
nuevo régimen ilusionó seguramente a vuestros padres, al pensar que tal vez
ahora acabarían la injusticia, la miseria y la explotación. Tal vez era posible
un mundo diferente donde se abrieran posibilidades de una vida mejor.
Sin
embargo, pronto se oscureció el horizonte con nubes negras de intolerancia y
división, haciéndose reales las palabras del poeta:
Españolito que vienes al mundo
te guarde Dios,
una de las dos Españas
ha de helarte el corazón.
Y
la paz se murió cuando la perfidia de los hombres inventó una guerra de la que
vosotros, niños y niñas del 36, fuisteis testigos inocentes del dolor y la
barbarie. Y aquellos jóvenes que tenían formada su personalidad o afirmada una
ideología sintieron en su pecho la ineludible necesidad de luchar contra esa
otra media España que consideraban enemiga. Al formarse la tempestad se
levantaron vientos huracanados; vientos del pueblo que describe Miguel
Hernández con su ardoroso verbo:
Vientos del pueblo me llevan,
vientos del pueblo me arrastran,
me esparcen el corazón
y me aventan la garganta.
Los bueyes doblan la frente,
impotentemente mansa,
delante de los castigos:
los leones la levantan
y al mismo tiempo castigan
con su clamorosa zarpa.
No soy de un pueblo de bueyes
que soy de un pueblo que embargan
yacimientos de leones,
desfiladeros de águilas
y cordilleras de toros
con el orgullo en el asta.
Nunca medraron los bueyes
en los páramos de España.
¿Quién habló de echar un yugo
sobre el cuello de esta raza?
Legiones
de hombre marcharon a los frentes e inundaron las trincheras dispuestos a
defender sus convicciones con las armas. Aquel momento histórico lo relata
nuestro paisano Juan Caba en un poema titulado “Los niños que fueron a luchar a
la guerra”.
Músicas marciales invadían
los ambientes,
voces infantiles de niños
que gritaban
llenos de odio a sus
imaginarios contrarios.
Con disciplina y orgullo
caminaban.
El ofuscado ambiente de
guerra taladró sus frentes
y sus corazones de niños se
enlutaban
llevando el fusil mortífero
en la mano.
¡Qué inmensa pena verlos
pasar causaba!
Iban a la guerra, a sembrar
los campos de cadáveres.
Iban a la lucha, a matar o a
que los mataran,
para saciar a los ávidos de
Imperios,
a esos malvados que no
tienen entrañas.
El
golpe de Estado, y el proceso revolucionario subsiguiente, os separó a muchos
de la escuela al verse alterada la normalidad de la vida ciudadana en todos sus
aspectos. Con ojillos redondos de terror y sorpresa pudisteis observar la
muerte rondar por los rincones y las iglesias incendiadas. Aprendisteis a comer
sin pan y sin remilgos; a sufrir las ausencias del padre, del hermano o del
novio, siempre pendientes de la carta que trajera noticias de los ausentes;
siempre temiendo por sus vidas. Las secuelas fueron terribles: incontables
muertos, heridos y desaparecidos. Un sinnúmero de familias rotas, centenares de
huérfanos y viudas a los que esperaba un futuro incierto.
Pero
al fin todo pasa y a los tres años de agonía aquella horrible guerra terminó.
¿Qué quién ganó?, la muerte, como relatan los versos de Javier Bengoechea.
Llegó
la guerra; izamos los buenos la esperanza.
Después
tres años, luego más años y más guerras,
y
aunque los buenos ganen, la muerte es la que gana.
Para
matar no importa el color de la bala.
Sobre
colores mucho se ha escrito en mi Patria,
pero
a mí se me han ido los colores del alma.
¡Señor,
aquellos ayes y aquellas madrugadas!
¡que
no hablen las cunetas que se callen las tapias!
Llegó
la paz, y era una paloma blanca
con
un millón de muertos colgados de sus alas.
Al
finalizar la contienda no llegó la paz que se anhelaba ni terminó el
sufrimiento de los pueblos. Familias rotas, hombres perseguidos; cárcel,
tortura, muerte. Humillación para los vencidos que retornan a sus hogares
destrozados y enfermos como indica Juan Caba en las estrofas de “El último
combatiente”.
Lentamente
empieza a andar
con
dirección a su aldea,
retardando
la llegada
porque
llegar no quisiera.
¿Qué
dirán después los míos
cuando
todos ellos sepan
que
fui de los que perdieron
y no he muerto en la pelea?
Pero
en el pueblo tal vez esperaba algo peor que la muerte: la prisión, la tortura y
las vejaciones. Sigo leyendo a Juan Caba.
Cunde
el pánico y el miedo
de
un rincón a otro rincón.
Se
oye gritar a los presos
con
tristes ayes de horror.
Están
torturando a un hombre,
¡maldita
la represión!.
España
entraba en el largo túnel de una férrea dictadura que comenzaba con una
posguerra durísima de dolor, miseria y hambre. Las familias de los encarcelados
y exiliados tuvieron que salir adelante trabajando las mujeres y sus hijos. Y a
esa sublime campesina también le cantó el poeta Juan Caba Guijarro.
Tu
fértil tierra lloró,
y
tú también, campesina,
porque
se os había clavado
en
el costado una espina.
Sobre
el corazón llevaste
los
duelos de grandes ruinas,
de
amarguras resignadas,
de
negras lunas perdidas.
La
desolación reinaba
por
los llanos y las cimas.
Los
surcos se habían lodado
con
tierras enrojecidas
y
por senderos borrados
caminaba
la perfidia.
España
quedó encerrada
entre
barrotes y espinas,
y
tú quedaste en silencio
con
tu dolor, campesina.
Aquellos
tiempos fueron inolvidables para vosotros por la miseria que os inundaba y
sobre todo por el hambre; aquella hambre inmensa, nunca satisfecha, de los
largos años de posguerra y racionamientos.
Como
tantísimos españoles, el genial poeta Miguel Hernández se encontraba recluido
en la cárcel de Alicante cuando recibió una carta de su mujer en la que le
contaba cómo ella y su hijo de pecho no tenían para comer más que un poco de
pan y cebolla. Fue entonces, cuando motivado por su indignación y su impotencia
de preso crea sus grandiosas “Nanas de la cebolla”.
La
cebolla es escarcha
cerrada
y pobre.
Escarcha
de tus días
y
de mis noches.
Hambre
y cebolla,
hilo
negro y escarcha
grande
y redonda.
En
la cuna del hambre
mi
niño estaba.
Con
sangre de cebolla
se
amamantaba.
Pero
tu sangre,
escarchada
de azúcar,
cebolla
y hambre.
Tu
risa me hace libre,
me
pone alas.
Soledades
me quita,
cárcel
me arranca.
Boca
que vuela,
corazón
que en tus labios
relampaguea.
Vuela
niño en la doble
luna
del pecho:
él,
triste de cebolla;
tú,
satisfecho.
No
te derrumbes.
No
sepas lo que pasa
ni
lo que ocurre.
Pasó
el tiempo, mucho tiempo. A pesar del terror y las carencias de todo tipo
seguisteis haciendo camino al andar. Florecieron los besos sobre las almohadas
y el odio se fue amortiguando detrás de la ventana. Los supervivientes fueron
rehaciendo sus vidas cuando fueron liberados y los niños de la guerra se
convirtieron en hombres y mujeres con libertad condicional y censurada.
A
pesar de los durísimos retos que os tocó superar encontrasteis un lugar para el
amor y le tirasteis los tejos a aquella moza morena de altas torres, alta luz y
altos ojos, que perdió el sentido por vuestros requiebros cuando, tal vez, le
recitabais al oído aquello de:
Te
me mueres de casta y de sencilla.
Estoy
convicto amor, estoy confeso
de
que raptor intrépido de un beso
yo
te libé la flor de tu mejilla.
Y
desde aquella gloria, aquel suceso,
tu
mejilla, de escrúpulo y de peso,
se
te cae deshojada y amarilla.
Más
tarde vinieron los hijos. Pero era falso que vinieran con un pan bajo el brazo.
Muchos de nuestros paisanos tuvieron que buscar ese pan en la emigración ya que
su tierra les negaba la posibilidad de ganarlo dignamente. Estaciones y puertos
se llenaron de rostros apagados, maletas de madera y pañuelos blancos que,
agitados, decían adiós porque un nudo en las gargantas impedía hacerlo de
palabra. Cataluña, Guipúzcoa, Francia, Alemania y tantos otros lugares saben
mucho del sufrimiento de tantas familias que dejaron sus casas, sus pueblos y
costumbres para ser trasplantadas a un medio extraño, cuando no hostil.
Confieso
que me emocioné profundamente al ver por primera vez la película “El emigrante”
en la que el magistral Juanito Valderrama desde la popa de un buque decía
cantando:
Cuando
salí de mi tierra
volví
la cara llorando,
porque
lo que más quería
atrás
me lo iba dejando.
Asimismo,
si aguzábamos el oído para escuchar la radio de los vecinos, se podía
distinguir la voz atiplada de Antonio Molina entonando las estrofas de “Mi
España” que decían:
Qué
lejos te vas quedando
España
de mi querer;
a
Dios le pido llorando
que
pronto te vuelva a ver.
Pero
no todos se marcharon. Otros, como vosotros, se resistieron a abandonar el
terruño y lograron esquivar el azote de la emigración. Para subsistir tuvisteis
que aguantar muchas injusticias y trabajar muy duro.
Como
único medio de supervivencia os aferrasteis al campo. Soportasteis con
abnegación los rigores del frio en invierno y los terribles calores del estío,
siempre mirando al cielo temiendo por la cosecha.
La
vida en aquel tiempo era una cadena de siembras y recolecciones. La más dura de
todas era la siega donde hombres, mujeres y niños se fundían literalmente bajo
el sol abrasador de julio. Así vio a los segadores otro gran poeta, mi buen
amigo Juan Misut Cañadilla.
Dicen
que los segadores
ganan
muy buenos dineros.
Con
la hoz resplandeciente
y
su pañolón al cuello
van
cercenando las mieses
con
rítmico centelleo
como
guerreros gigantes
embistiendo
a los pigmeos.
Ris
ras, cantan los rastrojos,
ris
ras, gime el pensamiento.
Dicen
que los segadores
ganan
muy buenos dineros.
El
sudor corre brioso
por
sus atezados cuerpos
empapando
la camisa
y
haciendo un charco en el suelo.
El
cansancio pone argollas
en
sus músculos de hierro,
sacan
fuerzas de flaqueza
poniendo
los nervios tensos
y
siguen con la jornada
agotadora
en extremo.
No
me guardes la simiente,
simiente
de espino negro
que
germina agotadora
en
campos de sufrimiento
con
alfileres de angustia
clavados
en el cerebro.
Dicen
que los segadores
ganan
muy buenos dineros.
¿A
cambio de qué? ¡de vida,
que
va subiendo a los cielos
evaporada
a través
de
la paja del sombrero,
que
muchas veces cobija
agoreros
pensamientos
mezclados
con esperanzas
que
cada vez van más lejos!
Ilusiones
que se pierden
en
un tosco parloteo
entre
cantos de cigarras
bajo
una capa de fuego
y
horizonte limitado
por
el perfil de los cerros.
Dicen
que los segadores
ganan
muy buenos dineros.
No
me guardes la simiente
que
no quiero tanto sueldo.
No
me guardes la simiente,
no
me la des, que no siembro.
Poco
a poco, España fue saliendo de la miseria. En 1952, tras doce años de
posguerra, desaparecieron por fin las cartillas de racionamiento. Poco después
vinieron los americanos a comprarnos unas bases y todavía tuvieron que invertir
sus excedentes de leche y queso entre los niños semi desnutridos de las zonas
más deprimidas del país. Puedo decir por experiencia propia que sabían a gloria
su leche en polvo y aquel queso anaranjado que nos repartían a media mañana en
las escuelas. Más tarde comenzaron a venir los turistas deslumbrándonos con sus
costumbres y sus divisas y los españoles comenzamos a aplicar nuestros propios
Planes de Desarrollo. A pesar de vivir en un régimen dictatorial, España pasó
de ser un país agrícola subdesarrollado a uno de los más industrializados del
mundo. Era la década de los sesenta. En estos años se producen importantes
cambios económicos y culturales que permiten vislumbrar una luz en el largo
túnel de la dictadura. Son las nuevas generaciones que han perdido el miedo y
se enfrentan abiertamente al desgastado aparato del régimen. Comprendisteis que
algo raro estaba pasando cuando observabais, preocupados, que los hijos se
dejaban el pelo largo, vestían ropas extrañas y escuchaban o bailaban canciones
extranjeras que ni siquiera lograbais entender, Y es que sus alas crecían al
mismo ritmo que menguaban las vuestras.
La
década de los setenta fue decisiva en la vida política de la nación. El 20 de
noviembre de 1975 moría el general Franco, y con él un régimen autoritario que
había durado casi 40 años. La mayoría de la gente de vuestra edad estaba tan
acostumbrada a vivir bajo la jefatura del Caudillo que muchos sintieron cierto
desasosiego y temor ante los cambios que se avecinaban. Ante todo deseabais
vivir en paz.
Comenzaron
a sonar vocablos nuevos: monarquía, transición, partidos políticos, democracia,
Constitución, elecciones…libertad. Para los vencidos de la guerra civil se
abrían otra vez los horizontes; era posible la esperanza. Sin embargo, ya no
eran los protagonistas de la Historia. Las riendas del país estaban en manos de
otra generación; la vuestra había quedado atrapada, perdida, entre una guerra y
una democracia.
Son
ya quince años de navegar con vientos democráticos. Prácticamente nada, si nos
comparamos con otras naciones europeas. Aún estamos aprendiendo a manejar el
barco y hemos tenido tormentas que han estado a punto de hacerlo naufragar. A
pesar de todo ha prevalecido la voluntad de los marineros para mantenerlo a
flote, avanzando por el camino de la justicia y de la tolerancia.
Afortunadamente habéis llegado a tiempo para ver cómo se inicia esta nueva
singladura y nos habéis legado la experiencia para evitar que este proyecto
colectivo se hunda, como le ocurrió a aquel otro buque, llamado Segunda
República, que zarpó en 1931 y pereció en las agitadas aguas de 1936.
Pero
el mundo sigue y las transformaciones de la Humanidad se suceden
vertiginosamente. ¿Cómo han cambiado las cosas desde los remotos años de
vuestra niñez? Si no fuera porque el ser humano tiene una infinita capacidad de
adaptación, no lo hubieseis resistido. Habéis pasado del burro al automóvil; de
lavar en una cuba de sardinas o una artesilla de madera a la lavadora super automática;
del candil al aire acondicionado; de la radio de galena al televisor en color y
al video; de los aguadores y los estercoleros, a los cuartos de baño con agua
caliente e inodoros higiénicos; de la alacena en la pared al frigorífico; del
puchero en el fuego o las hornillas de carbón, a las cocinas vitro cerámicas. Y
así, en todos los órdenes, la evolución ha sido inmensa. Apreciáis todos estos
avances, pero las dificultades de la vida anterior os han endurecido. Estáis
preparados para todo y podríais decir como Miguel Hernández:
Tengo
estos huesos hechos a las penas
y
a las cavilaciones estas sienes,
pena
que vas, cavilación que vienes,
como
el mar de la playa a las arenas.
Ya
para terminar recurro nuevamente al poeta. Sí, porque los poetas son quienes
escriben la auténtica historia de los pueblos y aunque no entiendan de fechas,
sufren, viven y mueren con el pueblo. Ellos nos hablan del amor, del dolor y de
las vivencias más íntimas de los hombres.
Tomo
en esta ocasión uno de los poemas más hermosos de mi buen amigo Juan Caba
Guijarro, dedicado precisamente a la generación de 1936. Dice así:
Centinelas
de otros tiempos,
confiada
y fiel vanguardia
de
senderos inseguros
y
peligrosas vaguadas,
¿dónde
estáis que no se os ve
ni
oigo vuestras cantatas,
ni
ya recordáis los himnos
que
a la batalla animaban?
El
viento de tantos días
y
amaneceres de escarchas
nos
van hundiendo en el tiempo
y
hacen noche en nuestras almas
llenando
de grandes sombras
claridades
soberanas.
Aquella
legión de hombres
del
mundo libre esperanza,
hoy
ejército de ancianos
de
insegura retaguardia.
Cuando
amaneció aquel día
de
vuestra heroica infancia
no
había sombras en la senda
porque
la luna era clara.
Se
sembraron muchas cosas
en
tierras recién labradas,
no
pudieron florecer
porque
les faltaron albas.
Todo
eso paso ayer,
hoy
solo son esperanzas.
Por
mi parte quiero manifestar mi reconocimiento y gratitud a vuestra generación. A
esos jóvenes del 36 que soportaron sobre sus espaldas el peso y la
responsabilidad de sacar a España de la ruina que toda guerra implica. Vayan
mis respetos a todos aquellos que educando a los hijos en el trabajo, limpios
de odios y rencores, han procurado la superación de los antagonismos viscerales
de antaño.
Así
como cuando llega a algún lugar un personaje muy importante siempre sale algún
niño o niña a entregarle un ramo de flores, yo he querido ofreceros este
ramillete de poemas que hemos ido leyendo, como homenaje a todos los presentes
y ausentes.
Espero
que la juventud actual sepa reconocer el sacrificio realizado; que aprecie la
paz y el bienestar que nos habéis procurado, y aprenda de vuestros consejos y
vivencias. Nada más. Muchas gracias.
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