ARTÍCULOS SOBRE LA HISTORIA DE MANZANARES

28 de mayo de 2012

CONFERENCIA “LOS AÑOS VIVIDOS”


PRONUNCIADA EL 29 DE MAYO DE 1992 EN EL CENTRO SOCIAL POLIVALENTE DE LA CALLE EMPEDRADA CON MOTIVO DEL 4º ENCUENTRO DE PARTICIPACIÓN DE LA TERCERA EDAD DE CASTILLA LA MANCHA





Estimados amigos y paisanos, muy buenas tardes.

Cuando recibí la amable invitación de Pilar Serrano, directora de este Centro Social, para dirigir unas palabras a un auditorio formado por hombres y mujeres millonarios en canas y experiencias, me produjo cierta inquietud pensar qué tema podría elegir para despertar vuestra atención; qué cosas podría yo contaros que no supieseis ya. De pronto se encendió una lucecita en mi cerebro y me di cuenta que vosotros formáis parte de esa sufrida generación de 1936; que sois los jóvenes y los niños de la guerra, época que he tenido que estudiar a fondo para poder escribir el libro que he publicado recientemente. Tal circunstancia podía constituir un buen argumento y, teniendo en cuenta que recordar es como vivir dos veces, decidí hacer un poco de lazarillo para acompañaros por las veredas del tiempo, haciendo un viaje imaginario y fugaz desde los olvidados días de vuestra infancia hasta el presente.
El denominador común de todos los que hoy han tenido la gentileza de venir a escucharme es precisamente el de los muchos años que tienen ya vividos, y de ahí el nombre con el que he titulado esta pequeña charla.
Remontémonos pues a aquel Manzanares de los años 1920 o 1930 y nos encontraremos en un árido pueblo de la Mancha, en una zona deprimida de un país pobre y atrasado. La mayoría de los manzanareños eran hombres y mujeres sencillos, honrados, llanos como el terruño que pisaban; de esos que don Antonio Machado cita en sus versos cuando escribe:

                   Donde hay vino, beben vino,
                   donde no hay vino, agua fresca.
                   Son buenas gentes que viven,
                   laboran, pasan y sueñan,
                   y en día como tantos
                   descansan bajo la tierra.

Sí, buenas gentes, como vuestro padre y vuestra madre, que seguramente os parió en una casa de habitaciones húmedas y frías, pues entonces no acudía la gente al hospital para esos menesteres de orden natural. Con la luz primera recibisteis la impronta de esta tierra llana y reseca. Un influjo que queda grabado a fuego de por vida, adormecido en nuestro interior mientras estamos cerca de la patria chica, pero que aflora cual desbordado torrente de fuerza inusitada cuando por alguna razón tenemos que vivir lejos de nuestras raíces.
Todos vosotros sois hijos de una misma época, de un mismo entorno geográfico y de unas circunstancias parecidas. Seguramente todos hicisteis las mismas travesuras de chiquillos; quién no tiró piedras a los gatos o espantó a las gallinas que picoteaban plácidamente por los corralones de aquellas casonas grandes de vecinos; esas que ahora desaparecen rápidamente para ser sustituidas por inmensos bloques de pisos.
La vida entonces, siendo difícil, resultaba menos complicada. Los patios de vecindad fomentaban las relaciones de camaradería entre los niños de la misma edad; y también las peleas, que en esos tramos de la vida amor y odio son pasiones que se suceden indistintamente con gran facilidad.
La calle se convertía en el parque infantil por excelencia donde concurría un sinnúmero de mocosos y mocosas con babero para compartir el trompo, el cirio (cirrio), las canicas, la pelota, el truco o las muñecas de trapo con la seguridad de que apenas serían molestados por el paso de algún que otro carro o galera atestada de paja.
Sin embargo, a partir de cierta edad, la mejor diversión la ofrecía la propia Naturaleza. Explorar los alrededores del pueblo constituía una auténtica aventura. Se podía elegir entre acercarse a la vía del ferrocarril para ver resoplar aquellas bestias negras que lanzaban bocanadas de humo y herían el aire con sus pitos mientras arrastraban incontables vagones de madera, o buscar nidos, robar higos en las huertas cercanas o zambullirse en los recodos del Azuer para aliviar los calores del estío. Y de vuelta intentar capturar alguna rana perezosa que, desprevenida, tomaba el sol en la ribera. Años dorados de la infancia marcados también por la asistencia a la escuela. ¿Fue tal vez la de San Juan, la del Toledillo, la del Teatro o la del Corral de Concejo? ¿Quién no recuerda a su primer maestro … y a su palmeta?
Esos recuerdos infantiles tal vez coincidan con los de don Antonio Machado cuando describe su clase.

Una tarde parda y fría
de invierno, los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.
Es la clase. En un cartel
se representa a Caín
fugitivo. Y muerto Abel
sobre una mancha carmín.
Con timbre sonoro y hueco
truena el maestro, un anciano
mal vestido, enjuto y seco,
que lleva un libro en la mano.
Y todo un coro infantil
va cantando la lección:
“mil veces ciento, cien mil;
mil veces mil, un millón.”
Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.

Pero la vida era muy dura para los pobres. Los hijos de los trabajadores no aspiraban a ser más que eso: trabajadores manuales como lo habían sido sus abuelos y como lo eran sus padres. Con saber leer y las cuatro reglas se conformaban los más exigentes. No obstante, la mayor parte de las veces fue la necesidad la que os separó muy pronto de la escuela para una incorporación precoz al mundo del trabajo. Si contásemos con los dedos los años de permanencia en centros de enseñanza, a casi todos os bastaría con una mano. En cuanto podían, las niñas ayudaban a sus madres en las faenas domésticas. Poco más tarde salían a trabajar los campos o a servir casas ajenas. Los niños, apenas cumplían diez años, se colocaban como aprendices, motriles, regadores o pastorcillos. Cualquier cosa era buena para contribuir, aunque fuera mínimamente, a la siempre precaria economía familiar.
Aquella sociedad rural y primaria exigía su contribución de sangre joven y tal vez para muchos de ustedes tengan especial sentido los versos de aquel gran poeta que fue Miguel Hernández, sobre un niño que desde muy temprana edad sufría las fatigas de un trabajo embrutecedor. Se titula “El niño yuntero”.

Carne de yugo ha nacido
más humillado que bello,
con el cuello perseguido
por el yugo para el cuello.
Nace, como la herramienta
a los golpes destinado
de una tierra descontenta
y un insatisfecho arado.
Entre estiércol puro y vivo
de vacas, trae a la vida
un alma color de olivo
vieja ya y encanecida.
Empieza a vivir y empieza
a morir de punta a punta
levantando la corteza
de su madre con la yunta.
Empieza a sentir, y siente
la vida como una guerra,
y a dar fatigosamente
con los huesos de la tierra.
Contar sus años no sabe,
y ya sabe que el sudor
es una corona grave
de sal para el labrador.
Trabaja, y mientras trabaja
masculinamente serio,
se unge de lluvia y se alhaja
de carne de cementerio.
A fuerza de golpes, fuerte,
a fuerza de sol, bruñido,
con una ambición de muerte
despedaza un pan reñido.
Cada nuevo día es
más raíz, menos criatura,
que escucha bajo sus pies
la voz de la sepultura.
Y como raíz se hunde
en la tierra lentamente
para que la tierra inunde
de paz y panes su frente.
Me duele ese niño hambriento
como una grandiosa espina,
y su vivir ceniciento
revuelve mi alma de encina.
Lo veo arar los rastrojos
y devorar un mendrugo,
y declarar con los ojos
que por qué es carne de yugo.
Me da su arado en el pecho
y su vida en la garganta,
y sufro viendo el barbecho
tan grande bajo su planta.
¿Quién salvará a este chiquillo
menor que un grano de avena?
¿De dónde saldrá el martillo
verdugo de esta cadena?
Que salga del corazón
de los hombres jornaleros,
que antes de ser hombres son
y han sido niños yunteros.

Aunque seguramente erais demasiado jóvenes para ser conscientes de los avatares políticos de aquellos años, si que escuchabais los comentarios de las gentes. El rey se había marchado del país y alguien tarareaba el estribillo ¡La República ha venido; nadie sabe cómo ha sido!.
El nuevo régimen ilusionó seguramente a vuestros padres, al pensar que tal vez ahora acabarían la injusticia, la miseria y la explotación. Tal vez era posible un mundo diferente donde se abrieran posibilidades de una vida mejor.
Sin embargo, pronto se oscureció el horizonte con nubes negras de intolerancia y división, haciéndose reales las palabras del poeta:

     Españolito que vienes al mundo
     te guarde Dios,
     una de las dos Españas
     ha de helarte el corazón.

Y la paz se murió cuando la perfidia de los hombres inventó una guerra de la que vosotros, niños y niñas del 36, fuisteis testigos inocentes del dolor y la barbarie. Y aquellos jóvenes que tenían formada su personalidad o afirmada una ideología sintieron en su pecho la ineludible necesidad de luchar contra esa otra media España que consideraban enemiga. Al formarse la tempestad se levantaron vientos huracanados; vientos del pueblo que describe Miguel Hernández con su ardoroso verbo:

       Vientos del pueblo me llevan,
       vientos del pueblo me arrastran,
       me esparcen el corazón
       y me aventan la garganta.
       Los bueyes doblan la frente,
       impotentemente mansa,
       delante de los castigos:
       los leones la levantan
       y al mismo tiempo castigan
       con su clamorosa zarpa.
       No soy de un pueblo de bueyes
       que soy de un pueblo que embargan
       yacimientos de leones,
       desfiladeros de águilas
       y cordilleras de toros
       con el orgullo en el asta.
       Nunca medraron los bueyes
       en los páramos de España.
       ¿Quién habló de echar un yugo
       sobre el cuello de esta raza?

Legiones de hombre marcharon a los frentes e inundaron las trincheras dispuestos a defender sus convicciones con las armas. Aquel momento histórico lo relata nuestro paisano Juan Caba en un poema titulado “Los niños que fueron a luchar a la guerra”.

                   Músicas marciales invadían los ambientes,
                   voces infantiles de niños que gritaban
                   llenos de odio a sus imaginarios contrarios.
                   Con disciplina y orgullo caminaban.
                   El ofuscado ambiente de guerra taladró sus frentes
                   y sus corazones de niños se enlutaban
                   llevando el fusil mortífero en la mano.
                   ¡Qué inmensa pena verlos pasar causaba!
                   Iban a la guerra, a sembrar los campos de cadáveres.
                   Iban a la lucha, a matar o a que los mataran,
                   para saciar a los ávidos de Imperios,
                   a esos malvados que no tienen entrañas.  
       
El golpe de Estado, y el proceso revolucionario subsiguiente, os separó a muchos de la escuela al verse alterada la normalidad de la vida ciudadana en todos sus aspectos. Con ojillos redondos de terror y sorpresa pudisteis observar la muerte rondar por los rincones y las iglesias incendiadas. Aprendisteis a comer sin pan y sin remilgos; a sufrir las ausencias del padre, del hermano o del novio, siempre pendientes de la carta que trajera noticias de los ausentes; siempre temiendo por sus vidas. Las secuelas fueron terribles: incontables muertos, heridos y desaparecidos. Un sinnúmero de familias rotas, centenares de huérfanos y viudas a los que esperaba un futuro incierto.
Pero al fin todo pasa y a los tres años de agonía aquella horrible guerra terminó. ¿Qué quién ganó?, la muerte, como relatan los versos de Javier Bengoechea.

Llegó la guerra; izamos los buenos la esperanza.
Después tres años, luego más años y más guerras,
y aunque los buenos ganen, la muerte es la que gana.
Para matar no importa el color de la bala.
Sobre colores mucho se ha escrito en mi Patria,
pero a mí se me han ido los colores del alma.
¡Señor, aquellos ayes y aquellas madrugadas!
¡que no hablen las cunetas que se callen las tapias!
Llegó la paz, y era una paloma blanca
con un millón de muertos colgados de sus alas.

Al finalizar la contienda no llegó la paz que se anhelaba ni terminó el sufrimiento de los pueblos. Familias rotas, hombres perseguidos; cárcel, tortura, muerte. Humillación para los vencidos que retornan a sus hogares destrozados y enfermos como indica Juan Caba en las estrofas de “El último combatiente”.

Lentamente empieza a andar
con dirección a su aldea,
retardando la llegada
porque llegar no quisiera.
¿Qué dirán después los míos
cuando todos ellos sepan
que fui de los que perdieron
y  no he muerto en la pelea?
       
Pero en el pueblo tal vez esperaba algo peor que la muerte: la prisión, la tortura y las vejaciones. Sigo leyendo a Juan Caba.

Cunde el pánico y el miedo
de un rincón a otro rincón.
Se oye gritar a los presos
con tristes ayes de horror.
Están torturando a un hombre,
¡maldita la represión!.                 

España entraba en el largo túnel de una férrea dictadura que comenzaba con una posguerra durísima de dolor, miseria y hambre. Las familias de los encarcelados y exiliados tuvieron que salir adelante trabajando las mujeres y sus hijos. Y a esa sublime campesina también le cantó el poeta Juan Caba Guijarro.

Tu fértil tierra lloró,
y tú también, campesina,
porque se os había clavado
en el costado una espina.
Sobre el corazón llevaste
los duelos de grandes ruinas,
de amarguras resignadas,
de negras lunas perdidas.
La desolación reinaba
por los llanos y las cimas.
Los surcos se habían lodado
con tierras enrojecidas
y por senderos borrados
caminaba la perfidia.
España quedó encerrada
entre barrotes y espinas,
y tú quedaste en silencio
con tu dolor, campesina.

Aquellos tiempos fueron inolvidables para vosotros por la miseria que os inundaba y sobre todo por el hambre; aquella hambre inmensa, nunca satisfecha, de los largos años de posguerra y racionamientos.        
Como tantísimos españoles, el genial poeta Miguel Hernández se encontraba recluido en la cárcel de Alicante cuando recibió una carta de su mujer en la que le contaba cómo ella y su hijo de pecho no tenían para comer más que un poco de pan y cebolla. Fue entonces, cuando motivado por su indignación y su impotencia de preso crea sus grandiosas “Nanas de la cebolla”.

La cebolla es escarcha
cerrada y pobre.
Escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla,
hilo negro y escarcha
grande y redonda.
En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre,
escarchada de azúcar,
cebolla y hambre.
Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.
Vuela niño en la doble
luna del pecho:
él, triste de cebolla;
tú, satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa
ni lo que ocurre.

Pasó el tiempo, mucho tiempo. A pesar del terror y las carencias de todo tipo seguisteis haciendo camino al andar. Florecieron los besos sobre las almohadas y el odio se fue amortiguando detrás de la ventana. Los supervivientes fueron rehaciendo sus vidas cuando fueron liberados y los niños de la guerra se convirtieron en hombres y mujeres con libertad condicional y censurada.
A pesar de los durísimos retos que os tocó superar encontrasteis un lugar para el amor y le tirasteis los tejos a aquella moza morena de altas torres, alta luz y altos ojos, que perdió el sentido por vuestros requiebros cuando, tal vez, le recitabais al oído aquello de:

Te me mueres de casta y de sencilla.
Estoy convicto amor, estoy confeso
de que raptor intrépido de un beso
yo te libé la flor de tu mejilla.
Y desde aquella gloria, aquel suceso,
tu mejilla, de escrúpulo y de peso,
se te cae deshojada y amarilla.

Más tarde vinieron los hijos. Pero era falso que vinieran con un pan bajo el brazo. Muchos de nuestros paisanos tuvieron que buscar ese pan en la emigración ya que su tierra les negaba la posibilidad de ganarlo dignamente. Estaciones y puertos se llenaron de rostros apagados, maletas de madera y pañuelos blancos que, agitados, decían adiós porque un nudo en las gargantas impedía hacerlo de palabra. Cataluña, Guipúzcoa, Francia, Alemania y tantos otros lugares saben mucho del sufrimiento de tantas familias que dejaron sus casas, sus pueblos y costumbres para ser trasplantadas a un medio extraño, cuando no hostil.
Confieso que me emocioné profundamente al ver por primera vez la película “El emigrante” en la que el magistral Juanito Valderrama desde la popa de un buque decía cantando:

Cuando salí de mi tierra
volví la cara llorando,
porque lo que más quería
atrás me lo iba dejando.

Asimismo, si aguzábamos el oído para escuchar la radio de los vecinos, se podía distinguir la voz atiplada de Antonio Molina entonando las estrofas de “Mi España” que decían:

Qué lejos te vas quedando
España de mi querer;
a Dios le pido llorando
que pronto te vuelva a ver.

Pero no todos se marcharon. Otros, como vosotros, se resistieron a abandonar el terruño y lograron esquivar el azote de la emigración. Para subsistir tuvisteis que aguantar muchas injusticias y trabajar muy duro. 
Como único medio de supervivencia os aferrasteis al campo. Soportasteis con abnegación los rigores del frio en invierno y los terribles calores del estío, siempre mirando al cielo temiendo por la cosecha.
La vida en aquel tiempo era una cadena de siembras y recolecciones. La más dura de todas era la siega donde hombres, mujeres y niños se fundían literalmente bajo el sol abrasador de julio. Así vio a los segadores otro gran poeta, mi buen amigo Juan Misut Cañadilla.

Dicen que los segadores
ganan muy buenos dineros.
Con la hoz resplandeciente
y su pañolón al cuello
van cercenando las mieses
con rítmico centelleo
como guerreros gigantes
embistiendo a los pigmeos.
Ris ras, cantan los rastrojos,
ris ras, gime el pensamiento.
Dicen que los segadores
ganan muy buenos dineros.
El sudor corre brioso
por sus atezados cuerpos
empapando la camisa
y haciendo un charco en el suelo.
El cansancio pone argollas
en sus músculos de hierro,
sacan fuerzas de flaqueza
poniendo los nervios tensos
y siguen con la jornada
agotadora en extremo.
No me guardes la simiente,
simiente de espino negro
que germina agotadora
en campos de sufrimiento
con alfileres de angustia
clavados en el cerebro.
Dicen que los segadores
ganan muy buenos dineros.
¿A cambio de qué? ¡de vida,
que va subiendo a los cielos
evaporada a través
de la paja del sombrero,
que muchas veces cobija
agoreros pensamientos
mezclados con esperanzas
que cada vez van más lejos!
Ilusiones que se pierden
en un tosco parloteo
entre cantos de cigarras
bajo una capa de fuego
y horizonte limitado
por el perfil de los cerros.
Dicen que los segadores
ganan muy buenos dineros.
No me guardes la simiente
que no quiero tanto sueldo.
No me guardes la simiente,
no me la des, que no siembro.

Poco a poco, España fue saliendo de la miseria. En 1952, tras doce años de posguerra, desaparecieron por fin las cartillas de racionamiento. Poco después vinieron los americanos a comprarnos unas bases y todavía tuvieron que invertir sus excedentes de leche y queso entre los niños semi desnutridos de las zonas más deprimidas del país. Puedo decir por experiencia propia que sabían a gloria su leche en polvo y aquel queso anaranjado que nos repartían a media mañana en las escuelas. Más tarde comenzaron a venir los turistas deslumbrándonos con sus costumbres y sus divisas y los españoles comenzamos a aplicar nuestros propios Planes de Desarrollo. A pesar de vivir en un régimen dictatorial, España pasó de ser un país agrícola subdesarrollado a uno de los más industrializados del mundo. Era la década de los sesenta. En estos años se producen importantes cambios económicos y culturales que permiten vislumbrar una luz en el largo túnel de la dictadura. Son las nuevas generaciones que han perdido el miedo y se enfrentan abiertamente al desgastado aparato del régimen. Comprendisteis que algo raro estaba pasando cuando observabais, preocupados, que los hijos se dejaban el pelo largo, vestían ropas extrañas y escuchaban o bailaban canciones extranjeras que ni siquiera lograbais entender, Y es que sus alas crecían al mismo ritmo que menguaban las vuestras.
La década de los setenta fue decisiva en la vida política de la nación. El 20 de noviembre de 1975 moría el general Franco, y con él un régimen autoritario que había durado casi 40 años. La mayoría de la gente de vuestra edad estaba tan acostumbrada a vivir bajo la jefatura del Caudillo que muchos sintieron cierto desasosiego y temor ante los cambios que se avecinaban. Ante todo deseabais vivir en paz.
Comenzaron a sonar vocablos nuevos: monarquía, transición, partidos políticos, democracia, Constitución, elecciones…libertad. Para los vencidos de la guerra civil se abrían otra vez los horizontes; era posible la esperanza. Sin embargo, ya no eran los protagonistas de la Historia. Las riendas del país estaban en manos de otra generación; la vuestra había quedado atrapada, perdida, entre una guerra y una democracia.
Son ya quince años de navegar con vientos democráticos. Prácticamente nada, si nos comparamos con otras naciones europeas. Aún estamos aprendiendo a manejar el barco y hemos tenido tormentas que han estado a punto de hacerlo naufragar. A pesar de todo ha prevalecido la voluntad de los marineros para mantenerlo a flote, avanzando por el camino de la justicia y de la tolerancia. Afortunadamente habéis llegado a tiempo para ver cómo se inicia esta nueva singladura y nos habéis legado la experiencia para evitar que este proyecto colectivo se hunda, como le ocurrió a aquel otro buque, llamado Segunda República, que zarpó en 1931 y pereció en las agitadas aguas de 1936.
Pero el mundo sigue y las transformaciones de la Humanidad se suceden vertiginosamente. ¿Cómo han cambiado las cosas desde los remotos años de vuestra niñez? Si no fuera porque el ser humano tiene una infinita capacidad de adaptación, no lo hubieseis resistido. Habéis pasado del burro al automóvil; de lavar en una cuba de sardinas o una artesilla de madera a la lavadora super automática; del candil al aire acondicionado; de la radio de galena al televisor en color y al video; de los aguadores y los estercoleros, a los cuartos de baño con agua caliente e inodoros higiénicos; de la alacena en la pared al frigorífico; del puchero en el fuego o las hornillas de carbón, a las cocinas vitro cerámicas. Y así, en todos los órdenes, la evolución ha sido inmensa. Apreciáis todos estos avances, pero las dificultades de la vida anterior os han endurecido. Estáis preparados para todo y podríais decir como Miguel Hernández:

Tengo estos huesos hechos a las penas
y a las cavilaciones estas sienes,
pena que vas, cavilación que vienes,
como el mar de la playa a las arenas.

Ya para terminar recurro nuevamente al poeta. Sí, porque los poetas son quienes escriben la auténtica historia de los pueblos y aunque no entiendan de fechas, sufren, viven y mueren con el pueblo. Ellos nos hablan del amor, del dolor y de las vivencias más íntimas de los hombres.
Tomo en esta ocasión uno de los poemas más hermosos de mi buen amigo Juan Caba Guijarro, dedicado precisamente a la generación de 1936. Dice así:

Centinelas de otros tiempos,
confiada y fiel vanguardia
de senderos inseguros
y peligrosas vaguadas,
¿dónde estáis que no se os ve
ni oigo vuestras cantatas,
ni ya recordáis los himnos
que a la batalla animaban?
El viento de tantos días
y amaneceres de escarchas
nos van hundiendo en el tiempo
y hacen noche en nuestras almas
llenando de grandes sombras
claridades soberanas.
Aquella legión de hombres
del mundo libre esperanza,
hoy ejército de ancianos
de insegura retaguardia.
Cuando amaneció aquel día
de vuestra heroica infancia
no había sombras en la senda
porque la luna era clara.
Se sembraron muchas cosas
en tierras recién labradas,
no pudieron florecer
porque les faltaron albas.
Todo eso paso ayer,
hoy solo son esperanzas.

Por mi parte quiero manifestar mi reconocimiento y gratitud a vuestra generación. A esos jóvenes del 36 que soportaron sobre sus espaldas el peso y la responsabilidad de sacar a España de la ruina que toda guerra implica. Vayan mis respetos a todos aquellos que educando a los hijos en el trabajo, limpios de odios y rencores, han procurado la superación de los antagonismos viscerales de antaño.
Así como cuando llega a algún lugar un personaje muy importante siempre sale algún niño o niña a entregarle un ramo de flores, yo he querido ofreceros este ramillete de poemas que hemos ido leyendo, como homenaje a todos los presentes y ausentes.
Espero que la juventud actual sepa reconocer el sacrificio realizado; que aprecie la paz y el bienestar que nos habéis procurado, y aprenda de vuestros consejos y vivencias. Nada más. Muchas gracias.

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