ARTÍCULOS HISTÓRICOS

13 de junio de 2014

LA QUINTA DEL BIBERÓN



Así se llamó a la quinta formada por los soldados más jóvenes incorporados al Ejército Popular de la II República Española durante la guerra civil de 1936 a 1939. En ciertos ámbitos se ha considerado que fue la quinta del 41; es decir, la integrada por mozos nacidos en 1920. Sin embargo éstos no fueron los últimos en incorporarse a filas, ya que en enero de 1939 el gobierno presidido por Juan Negrín movilizó la quinta del 42, reclutando los varones nacidos en 1921, muchos de los cuales sin haber cumplido todavía los 18 años. A éstos les corresponde el derecho de llevar esa  cariñosa denominación.
El documento que transcribo a continuación es una carta de cuatro folios, mecanografiados en tinta roja, fechada el 18 de marzo de 1989. Me la envió desde su domicilio en Vilassar de Mar (Barcelona) mi buen amigo Juan López Mira, nacido el 14 de marzo de 1921 en Manzanares y orgulloso de haber pertenecido a la auténtica “Quinta del biberón”
Se trata de un documento en el que narra sus vivencias como soldado de la República pocos meses antes de finalizar la guerra civil; un testimonio directo de una persona culta que por su fiabilidad merece ser conservado para conocimiento público.




MEMORIAS DE UN JOVEN RECLUTA DE 1939

En Manzanares,  todos los mozos nacidos  en el primer trimestre del año 1921 (quinta del 42) fuimos movilizados por el gobierno de Negrín en enero de 1939. Sin equipo de ninguna clase y con nuestra variopinta ropa de paisano, con nuestro plato de aluminio y la bolsa maleta y macuto fuimos llevados como borregos a la Caja de Reclutas de Ciudad Real.
Recuerdo que dormimos en el cine Victoria sobre el suelo, que era entarimado de madera, y en el “gallinero” de dicho teatro. Dos o tres días y nos llevaron a Valdepeñas. Allí estuvimos todo el mes de enero haciendo instrucción en un patio enorme que creo era un grupo escolar con dos pisos. Dormíamos en el piso superior. En Valdepeñas comíamos rancho con carne de burro.
A los quince días nuestros familiares nos buscaron alojamiento para dormir en casa particular. Junto con dos amigos íntimos nos hospedamos en una casa humilde de un cabrero que todas las noches, antes de dormir, nos regalaba sendos vasos de leche caliente.
Dormíamos los tres amigos en una cama enorme de matrimonio de esas altas antiguas. Lo que más recuerdo son las alboradas en un enero de Valdepeñas con un frío que pelaba y había que atravesar toda la ciudad para llegar al cuartel antes de tocar diana.
En los primeros días de febrero nos subieron a un tren y nos llevaron hacia el frente de Pozoblanco. En un pueblo antes de llegar, creo recordar fue Villanueva de Córdoba, nos bajaron a las tantas de la noche y andandito, paso a paso, llegamos a las cercanías de El Guijo, hasta donde había trece o catorce kilómetros. Llegamos casi al alba, reventados, cargados con macutos de comida y demás. Nos dieron hachas y sierras y, a casi dos kilómetros de El Guijo, en un olivar, nos pusimos a cortar ramas para hacernos, cada uno a su estilo, una especie de cabaña.
Íbamos muchísimos de Manzanares. Sólo recuerdo a los que componían nuestra cabaña, seis sin contar conmigo y tres amigos de Aldea del Rey. En la cabaña no nos podíamos poner de pie y cabíamos los diez tumbados, bien juntitos uno al otro.
Y allí empezó la instrucción para la guerra. Nos dieron fusiles sin munición y hacíamos una vida campestre con una actividad física incesante. Yo entonces era en mis ideas bastante naturista y vegetariano, y aquello era maravilloso, todo el día a pleno sol y pleno aire.
En el mes de febrero y sin nada de calor - aunque dice el refrán que busca la sombra el perro- nos bañábamos unos cuantos locos de los siete manzananreños que estábamos juntos allí en un pequeño arroyo cercano al campamento, donde cada semana lavábamos nuestras ropas. Gracias a ello no sabíamos lo que eran los piojos que inundaban a todos. Este detalle de bañarnos nos pudo traer problemas, pues había paisanos que nos tachaban de “fascistas” y, de haber entrado en combate, nos hubieran “machacado” por detrás como era costumbre entonces. (De todo esto nos enteramos mucho tiempo después).
Comíamos estupendamente, pero…. pasábamos un hambre atroz. Nos daban lentejas estofadas con carne de cordero, que en mi vida habré comido un plato más gustoso. Casi a diario, lo mismo, pero la cantidad de la ración era insuficiente. Al día un chusco de pan de arroz que, al darlo por la mañana en el desayuno de café malta con leche, nos lo engullíamos, de modo que comíamos y cenábamos sin pan. Había naranjas de postre, y vino. Y a veces hasta coñac. Yo era abstemio total por aquellos días y los buenos amigos se llevaban mi ración. Nos daban jabón y tabaco, y este último servía para cambiar por comida.
No podíamos salir del olivar donde estábamos ni de la era donde hacíamos gimnasia o ejercicios militares.


Juan López Mira
La gimnasia era estupenda al salir el sol y luego los ejercicios militares eran agotadores pero los llevábamos con un alto espíritu. Los despliegues en guerrilla y las tomas por asalto o cuerpo a tierra de lomas lejanas eran una auténtica preparación para la guerra que teníamos a catorce kilómetros, en el frente de Pozoblanco, donde, a primeros de abril, íbamos a entrar en combate.
Nuestra moral era alta, a base del engaño que sufríamos de continuo. Nuestra unidad nos mandaba cada dos o tres días un periódico ligero, pero impreso, donde nos hacían ver que la guerra se estaba acabando con nuestra victoria sobre el enemigo invasor formado por moros, italianos y alemanes que querían apoderarse de nuestra España junto con traidores españoles. Esto nos hacía creer y nos sentíamos orgullosos de ser soldados del ejército de la República legal.
Nuestros jefes eran curiosísimos. En días alternos, por las tardes, teníamos clases de teórica. Un día era un teniente de la CNT, un tipo patibulario con un pistolón al cinto, que lanzaba un papel de fumar al aire y disparaba sobre él, diciendo que la vida de cualquiera de nosotros valía menos que un papel de fumar. Nos sentaba en el campo, en fila de tres y en corro, con él en el centro, y nos acojonaba de verdad. Éramos más de trescientos.
Pero a otro día era un capitán vestido de uniforme; todo un caballero. Nos trataba como hijos suyos. Casi ninguno había cumplido los 18 años (yo los cumplí el 14 de marzo). Nos daba consejos morales (no religiosos). Nos hablaba de lo que era la limpieza del soldado, la disciplina, el honor militar, el servicio a la Patria o el cuidado de la ropa (no teníamos ropa militar ninguno de nosotros). En una palabra, era el complemento del día anterior que nos hacía vivir ilusionados, felices y esperanzados.
A pesar de todos los pesares, yo recuerdo todo aquello con gozo. No olvidaré jamás que yo, en mi macuto, llevaba libros. Algunos comprados en Valdepeñas ya que nos sobraba el dinero que no sabíamos en qué gastar. Y tenía conmigo el Algebra y la Trigonometría de mi casi recién terminado bachiller, y en los ratos de ocio hacía problemas sobre ecuaciones o sobre las funciones trigonométricas que siempre me apasionaron. Y llevaba también la Historia Natural, pues las plantas y, sobre todo, los minerales me encantaban. Cogimos un montón de minerales aquellos días, sobre todo galena argentífera, pues aquello es zona minera. Y con un amigo que era agricultor salíamos a coger verdolagas y cardillos por los alrededores, que hacían nuestra delicia para matar un hambre que era terrible.
Mi moral se mantenía, además, porque me escribía con una especie de madrina de guerra; no era novia, nos hicimos amigos tres días antes de irnos a la mili y jamás olvidaré que aquella criatura de Dios, que estaba refugiada en nuestro pueblo, me decía que rezaba al Señor por mí.  Yo, que era más bien indiferente religioso, pero sin olvidar nunca mis principios cristianos, me sentía lleno de gozo y de valor.
En el mes de marzo nos llevaron a los alrededores de El Guijo, no al pueblo, e hicimos el acto de jura de bandera que jamás olvidaré. En pleno campo levantaron una especie de tribuna para las jerarquías, creo que fue un coronel, y todos desfilamos ante la bandera tricolor jurando defenderla y quererla. Fue un acto muy emotivo que yo recuerdo con especial afecto, quizá porque en mi adolescencia empezaba a sentirme responsable de mis actos. Era la Base de Instrucción de la 51 División. Base 3ª C.C. nº 8, 5ª compañía.
A unos dos kilómetros de nuestro campamento estaba la “quinta del saco”, la de los más viejos. Muchos de ellos padres de algunos de nosotros. Allí sí que íbamos a verlos. Había también muchos de Manzanares. Todo esto fue antes del 19 de marzo que es fecha inolvidable. La noche anterior, en la cabaña donde pernoctaba el corneta con otro, cometieron la imprudencia de encender fuego (nos estaba totalmente prohibido para evitar la localización por parte de la aviación). Se durmieron, no lo apagaron bien, se levantó viento y empezaron a arder seis o siete cabañas del campamento. La corneta se quemó y hubo follón gordo, aumentado por un temporal de agua y viento que nos dejó prácticamente desarbolados. Es inolvidable el agua, empapando las mantas de nuestros “dormitorios” y todo el techo destruido. Nos fuimos a dormir aquella noche a unas cochineras que había cerca, donde se pasaba a gatas. Eran de obra y bien techadas así que dormimos como reyes, pero a otro día las garrapatas hicieron mella y estuvimos cubiertos de granos rojos un par de días. A los piojos no los veíamos, pero la sarna empezó a hacer de las suyas…
Sería entre el 24 o 25, no sé cierto, del mes de marzo de 1939, cuando de madrugada nos despertaron los cañonazos y las bombas aéreas del frente de Pozoblanco. Desde una loma veíamos lo horrísono del bombardeo. Nos dieron rancho frío por la mañana para todo el día. Una carne de lata rusa riquísima.
A media mañana vimos, por el camino cercano, a los soldados de nuestro ejército dar marcha atrás sin jefes, sin orden y sin concierto. Nosotros teníamos pavor de verdad por el confusionismo. A media tarde los jefes se vieron negros para concentrarnos en la explanada. De teniente para arriba desaparecieron todos. Los brigadas, sargentos y cabos se quitaron sus emblemas y galones. Nos formaron en fila de tres  y emprendimos camino de retirada hacia las montañas. Al ponerse el sol, y desaparecidos los superiores, trescientos chavales nos encontramos en un lugar desconocido y sin saber dónde ir.
Yo tenía una brujulita pequeña que me fabriqué hacía años en el taller de mis padres (la Física fue siempre mi pasión y lo sigue siendo). Nos juntamos los siete paisanos que formábamos piña y guiados por mí brújula fuimos camino de Conquista, localidad que divisamos al amanecer. Pasamos por Horcajo con los moros pisándonos los talones. En un tren de mercancías llegamos a Puertollano después de andar dos días casi sin comer. Allí pudimos abordar otro “mercancías” que, al alborear del tercer día, nos hacía llegar a nuestro ansiado Manzanares. Jamás olvidaré la estampa de mi madre, que estaba en la escuela del Teatro donde ejercía como maestra, cuando al mirarme no me conocía. Yo estaba muy moreno y con un casco checo de acero en la cabeza. Lo había cambiado por una pastilla de chocolate a un soldado de la quinta del 41 que tenía más hambre que yo (aún conservo ese casco presidiendo mi mesa de trabajo).
En el corral de casa, benditas casas de nuestro pueblo con corral, hirvió mi madre la ropa cuajada de piojos y comencé a curarme el sarnazo con pomada de azufre.
Dos días después las fuerzas de Franco tomaban nuestro pueblo. No fui a los campos de concentración por puro milagro y por las oraciones de aquella bendita muchacha. Luego supe que me quería con locura, mientras que yo sólo le brindaba amistad…. y mucha gratitud. Ella resultó ser hermana de falangistas camuflados en nuestro pueblo, y a ella debo que mi padre no fuera fusilado cuando lo sentenciaron a pena de muerte.

                                                                           Juan

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